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El errante que coleccionaba cabezas de muñecas

Señores,

A escasos doscientos metros de mi casa vive, a bordo de una Nissan Vanette de cortinas verdes, un errante acompañado de un desquiciado pomerania. Los descubrí hace meses por pura casualidad, un día en que mi dálmata Vaca decidió unilateralmente que el paseo debía pasar por aquella calle. El errante y el pomerania son discretos, silenciosos, se encierran casi siempre tras las cortinas verdes de la Vanette sin reclamar de nadie ni atención ni cuidados ni compasión. El errante es larguirucho, altivo, con los ojos acuosos embutidos en unas cuencas profundas y oscuras, manos huesudas, pelo plateado escaso y largo, labios resecos, tiene un porte aristocrático que revela una dignidad infinita y su mirada de halcón refleja que lo ha visto ya prácticamente todo. Observa pasar la vida desde un desahuciado banquito de madera claramente reciclado de algún vertedero. Sus movimientos son lentos y parsimoniosos como los de una mantis religiosa especialmente cautelosa. Siempre que pasamos delante de la Vanette de cortinas verdes, el altanero errante y el trémulo pomerania levantan la cabeza de un manoseado y voluminoso libro o de una naranja a medio pelar o de una lata de sardinas compartida y nos miran a Vaca y a mi con cierto interés no exento de señorial laxitud y elegante desdén.

Tras saber de su existencia, reconozco que muchas veces arrastro a Vaca por esa calle para poder observar las evoluciones del errante y el pomerania de forma furtiva y fugaz. Soy de la opinión de que aquel que no espíe un poco a los vecinos tiene algún tipo de tara social. Al pasar delante de la Vanette de cortinas verdes, cuando tiene la puerta abierta, la vida me regala efímeros destellos de nutridas pilas de libros de tapas manoseadas, un previsible colchón cubierto de mantas marrones, una erótica tonfa, un transistor de radio antediluviano o como mínimo decimonónico, una desconcertante regadera, una aterradora estantería llena de cabezas de muñecas Nancy, una gran bolsa preñada de bolsas plegadas, un tarro lleno de bolígrafos roídos y tenedores y cuchillos de acero inoxidable, botellas de agua abolladas, decenas de carpetas de bosquejos y apuntes, algún vaso de Duralex marrón al borde de la desintegración.

Y ahora, créanse o no este párrafo. Ayer por la tarde Vaca me sacó a pasear a las ocho. (Nota mental: A Dios pongo por testigo, si hubiera nacido sin aparato excretor, esa perra jamás habría visto la luz del día.) Sus devaneos tras un labrador especialmente peludo y atractivo nos llevaron a la puerta de un ciberlocutorio latino del que salía una terrorífica y estridente versión tecno-dance de Piel Canela. Intento contener la naturaleza expansiva de Vaca con pequeños tirones de la correa, en una débil imitación de César Millán y de repente, levanto la cabeza. Y ahí estaba el errante que colecciona cabezas de muñeca. Sentado ante un ordenador. Leyendo Libertad Digital.

Hay que joderse.

Débilmente,

Fabián, su Chico Curioso
Fabián C. Barrio es luso-ruso

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