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Arqueología

La apuesta que permitió descifrar la escritura cuneiforme

Con solo 27 años, un joven maestro de escuela alemán llamado Friedrich Grotefend descifró el primer alfabeto de la historia.

Con solo 27 años, un joven maestro de escuela alemán llamado Friedrich Grotefend descifró el primer alfabeto de la historia.
Se llama escritura cuneiforme porque los caracteres tienen forma de cuña. | Flickr/CC/Dmitriy Sakharov

Esta es la historia de cómo un hombre tranquilo, moderado y libre de extravagancias se marcó el órdago de su vida en un bar tras tomarse un par de copas de más. Friedrich Grotefend nació en la ruta de los cuentos de hadas, Münden (Alemania), en el verano de 1775. Se preparó para la enseñanza y después, siguiendo la estela del polvo de hadas, estudió Filología en la ciudad donde trabajaron los Hermanos Grimm, Gotinga. En 1797, ya era un joven maestro auxiliar en una escuela comunal. Cuatro años después, uno antes de convertirse en rector de un instituto, tuvo lugar un momento tan absolutamente banal y poco científico como es una noche de juerga, que llevaría a Grotefend, nada menos, que a descubrir la escritura cuneiforme: el alfabeto más antiguo conocido.

Fue en una tasca alemana, entre olor de salchichas recién hechas y tragos de cerveza, donde tuvo lugar el comienzo de "una de las obras maestras del cerebro humano" (C.W. Ceram). Con un par de pintas de más y la consecuente exaltación de la amistad entre hombres que acaban la noche pronunciando la manida frase: "¿A qué no hay hue... de descifrar las tablillas persepolitanas que llevan un tiempo rodando por ahí?". Vale, nuestras apuestas del sábado noche no llegan a tanto, pero ahora no es el momento de avergonzarnos por ello.

A Grotefend se le fue un poco de las manos y de la forma más absurda y con una resaca memorable, se encontró a la mañana siguiente comprometido a encontrar la clave para descifrar la escritura de los grandes reyes persas. Si lo definimos como absurdo es porque con lo único que contaba el pobre maestro eran algunas malas y manoseadas copias de inscripciones persepolitanas. A pesar de ello, enfrentó el reto con la valentía y la inocencia necesarias para hacer el gran hallazgo.

Los mejores expertos de la época habían tirado la toalla, considerando imposible descifrar aquellos extraños y misteriosos símbolos. Eso no frenó a nuestro valiente alemán, que a estilo de nuestro moderno Don Quijote, fulminó a los sabios pesimistas como si fuesen molinos de viento. Hasta entonces (s. XVIII), algunos como el famoso orientalista Tomas Hyde describían las tablillas, encontradas en su mayoría en la vieja Persépolis, como "adornos en piedra" y ni mucho menos como escritura. Sería el primero en llevarse un 'guantazo sin manos' por parte de nuestro amigo alemán.

La gran mayoría de tablillas aparecidas en el s. XVIII, antes de la aparición de Botta, pertenecían a los restos de la residencia de Darío y Jerjes, dueños del gran palacio que, según Clitarco, salió ardiendo gracias a la imprudencia de Alejandro Magno y una bailarina durante una bacanal. Sería Karsten Niebuhr, un hombre intrépido al servicio de Federico V de Dinamarca, quien hallaría aquellas extrañas placas hurgando en las ruinas y le daría un punto de partida al maestro de escuela. Los misteriosos documentos de arcilla cuentan dos milenios y medio, y pronto, como bien dice Ceram, "habrían de convertirse en la clave de todas las que después surgirían de las ruinas de los valles del Éufrates y el Tigris".

Estudiando las inscripciones de Persépolis, Grotefend se percató que éstas revelaban características de lo más diversas. Por suerte, el alemán se había estudiado bien a los autores griegos y conocía la historia de los antiguos persas y los reyes de la Persépolis. Según lo que él sabía, Ciro II el Grande venció a los babilonios y fundó el primer gran Imperio persa sobre el año 540 a.C. De este hecho, dedujo que lo más probable es que una de las tres lenguas estuviese escrita en la lengua de los conquistadores. Aunque fue otra cuestión, que a todos los que habían visto los símbolos intrigaba, la que acabaría por ser una de las piezas para resolver el puzzle: ¿por qué se repetían con tanta frecuencia en la mayoría de tablillas un grupo de signos?

Descifrada por la Navaja de Ockham

Imaginaos que mañana nos quedamos sin ordenadores, máquinas de escribir, impresoras de ninguna clase, rotativas, smartphones o tabletas. Con los momentos que vivimos, estaréis conmigo que no os pido mucha imaginación. Nuestros gobernantes se ven en la obligación de esculpir las cuentas y los asuntos de estado en tablillas de arcilla con un punzón de caña que tiene punta con forma de cuña. Tablillas que año tras año se vuelven a fundir para empezar un año fiscal nuevo (paro aquí que no quiero dar ideas a nuestros pícaros políticos). Evidentemente, por cuestión de espacio, las palabras se acabarían sustituyendo por símbolos que ayudasen a comprender el contenido.

Tratándose de un contenido institucional, lo más probable es que el nombre del presidente del Gobierno apareciese con frecuencia el símbolo del sah que nuestras generaciones venideras acabarían identificando con el gobernante del país en nuestra época histórica.

Así fue como, mediante una sencillez aplastante, nuestro amigo alemán comenzó a descifrar el misterioso texto. Sospechó que, al igual que el 'descanse en paz' es un clásico en las tumbas occidentales que ha trascendido hasta nuestros días, las inscripciones encontradas en los monumentos persas más antiguos también podían seguir esa constante que ya tenía anotada en su cuaderno: "X, gran rey, rey de reyes, reyes de A y B, hijo de Y, gran rey, rey de reyes...". Ahora sólo quedaba empaparse de la historia y despejar la X y el resto de incógnitas jugando al 'quién es quién'. De esta forma, X era Darío I (padre), Z era Histaspes (abuelo, que no fue rey) e Y era Jerjes (el nieto).

Según palabras del propio Grotefend, "si en la serie de los más famosos reyes persas logro hallar un grupo de generaciones que coincida con este esquema tendré la prueba evidente de que mi teoría es acertada, y habré descifrado las primeras palabras de la escritura cuneiforme".

Y lo hizo. Partiendo de los textos de Heródoto, identificó a uno de los abuelos de Darío y a varios famosillos más de la época, lo que le permitió 'comprar' doce letras del alfabeto más antiguo de la historia para dar sentido a aquellas misteriosas inscripciones.

Un logro poco reconocido

A pesar de haber resuelto uno de los enigmas más apasionantes de la escritura, no solo pasó desapercibido en vida, sino que la historia le ha tratado bastante mal. Mientras Champollion, que veinte años después descifró los jeroglíficos con la facilidad y la ventaja de partir de una lápida en tres idiomas (Piedra de Rosetta), se cubrió de gloria, nuestro maestro alemán apenas es mencionado como autor indiscutible de este mérito. No solo eso: sus hallazgos no fueron reconocidos por el mundo científico mientras estuvo vivo. Lo que vinieron tras él 'solo' serían correcciones a lo ya descubierto por Grotefend, como es el caso de las de Burnouf y Lassen.

Según narra C.W. Ceram en Dioses, Tumbas y Sabios, "no se le cita, e incluso algunos diccionarios de nuestra época no lo mencionan, o hacen sólo una breve alusión en algunas bibliografías. Y sin embargo, únicamente a él le corresponde prioridad en este descubrimiento decisivo. cuya importancia histórica sólo se reveló con las magníficas excavaciones del país de los dos ríos".

Y diréis, ¿qué pasa con Robinson? ¿No fue privilegio suyo superar lo que sus predecesores habían descubierto? Sí. Gracias a él se empezaron a divulgar con rapidez los conocimientos que se tenían sobre la escritura cuneiforme, pasando de los grandes cerebros de los eruditos a muchos hombres que trabajaban con este material que cada vez llegaba con más frecuencia procedente de distintas excavaciones.

¿Y para qué servía esto?

Como suele pasar muchas veces en la ciencia, desde que se descubre algo hasta que se le encuentra una aplicación útil puede pasar bastante tiempo. Algo parecido ocurrió con la escritura cuneiforme. Si bien se poseían algunas tablillas, un par de copias mal hechas de éstas y algunos textos de Heródoto y de algún otro entusiasta como el viajero italiano Pietro della Valle, no sería hasta que Botta y Layard clavaron su pico y hallaran el palacio de Sargón o la importante ciudad de Nínive (la Roma asiria), cuando se le encontró su verdadera y fascinante utilidad.

Grotefend ayudó no solo a descifrar una de las formas más antiguas de expresión escrita, sino que el día que se encontró la biblioteca de Asurbanipal con más de 20.000 volúmenes de placas de arcilla, el trabajo estaba casi hecho, permitiendo conocer de forma más profunda cómo vivía y se relacionaba esta misteriosa civilización que, aún hoy, no deja de sorprendernos.

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