Sólo dos españoles han obtenido el Premio Nobel de Medicina: Santiago Ramón y Cajal, en 1906, y Severo Ochoa, en 1959. De este último se cumplen esta semana veinte años de su fallecimiento. Nacido en Luarca el 24 de septiembre de 1905, dejó este mundo en Madrid el 1 de noviembre de 1993. Fue enterrado en su ciudad natal. Era asturiano del alma, español de corazón, y científico de reconocida fama internacional.
Rosario Martín Rodríguez, bella y simpatiquísima canaria, fue su secretaria. Término probablemente insuficiente, pues nos consta que era la persona de mayor confianza del eminente científico quien, familiarmente, la llamaba Charo. Recientemente ha pronunciado una amena conferencia en la Fundación Valenciana de Estudios Avanzados, en presencia del doctor Grisolía y otras eminentes personalidades, que en breve aparecerá publicada.
"El doctor Ochoa era un verdadero caballero –nos comenta Charo–, culto, elegante, de trato exquisito y con un gran sentido del humor. Trabajé a su lado durante dieciocho años, hasta que se murió. Tenía una manera delicada de pedir las cosas y la forma de agradecerlas. Lo hacía en español pero de vez en cuando en inglés, consecuencia de los muchos años que vivió en los Estados Unidos. Era una persona muy organizada, con un control absoluto de sus actividades, de sus gastos personales, de las invitaciones a comer a diversos colegas y amigos. Destacaría su sencillez… La sencillez de un hombre grande que no intenta resaltar su importancia. Su despacho era sencillo y austero, fiel reflejo de su forma de ser. Cuando un periodista le hizo notar esa modestia, él respondió que su amigo Luis Leloir, premio Nobel como él, no tenía siquiera despacho. Y Fred Sanger, dos veces premios Nobel, usaba uno minúsculo, de siete metros cuadrados".
Charo Martín nos descubre algo que desconocíamos de don Severo: "Muy revelador es también el hecho de que rechazara, eso sí muy respetuosamente, el título nobiliario que le ofreció el Rey. Se definía a sí mismo como un sencillo científico, un hombre de pueblo. Recuerdo la visita que hizo a un instituto de Móstoles, a cuyos alumnos les dijo: ¿Qué mérito puede tener que uno dedique su vida a lo que le apasiona hacer y no le salga del todo mal porque le acompañó la suerte?".
Otra característica del doctor era su humanidad y sensibilidad social. Recibía muchísima correspondencia. Jamás dejaba una carta sin contestar. Aunque fuera de desconocidos que le pedían alguna recomendación. Hasta respondía a misivas de algunos niños, en estos términos: "Mis queridos amiguitos...". Y, como despedida: "Os abraza con mucho afecto vuestro viejo amigo...". Generoso en grado extremo. "No era religioso, pero esto no le impedía donar fondos a organizaciones religiosas cuando consideraba que realizaban una acción social importante", subraya nuestra gentil interlocutora, quien nos agrega: "La ciencia para el doctor era más que una actividad profesional: era su pasatiempo favorito. Trató de promocionar la ciencia española e hizo intento de crear un Patronato Científico bajo la presidencia de Su Majestad el Rey. También decidió, de acuerdo con doña Carmen, su esposa, destinar las rentas de sus inversiones en Estados Unidos para la financiación de becas postdoctorales a jóvenes científicos españoles. Desgraciadamente este proyecto no llegó a fructificar. Igualmente estuvo involucrado desde el principio en la creación de los premios Príncipe de Asturias".
Surge una curiosidad nuestra por su relación con el doctor Juan Negrín, jefe del gobierno español (1937-1939) y Presidente de la II República (1939). Acerca de lo cuál, Charo nos dice: "Dada su pasión por la Ciencia, al doctor Ochoa le disgustaba que científicos españoles que consideraba de gran valía abandonaran los laboratorios para dedicarse a la política. Sobre Negrín, me contó que fue un estímulo fundamental para él pero desgraciadamente esa tutela duró poco. Lo que sucedió con Negrín lo consideró lamentable para España; la pérdida que para la ciencia y la vida académica española supuso su desviación hacia la política".
La muerte de su esposa, Carmen Cobián, le afectó profundamente y le produjo un gran vacío en su vida. En 1985 Severo Ochoa regresó definitivamente a España. Se instaló en Madrid, en un piso de la calle Miguel Ángel. Dos años antes de morir le hice una breve entrevista. Era catedrático emérito. Me confesó: "Voy todos los días a la Universidad Autónoma; dirijo a un grupo de discípulos en algunos seminarios". ¿Gratis, le inquirí? "Completamente gratis", respondió afable y sonriente. Era muy aficionado a la ópera y a los conciertos. También le atraía la pintura. Admirador de Goya, contemplaba con asiduidad los frescos de la capilla de San Antonio de la Florida. En su opinión, comparables a los de la Capilla Sixtina.
En febrero de 1993 enfermó. Preguntaba a menudo por Charo, quien lo visitaba en la clínica todas las tardes. Ella recogió las últimas confidencias del doctor, al que no le abandonó su sentido del humor. "Cuando le preguntaba cómo se sentía, su respuesta fue un día ésta: Dios, en su inmensa bondad, bien fastidiados nos tiene; será porque nos conviene, hágase su voluntad". El día 1 de noviembre de 1993 moría con tranquilidad y resignación, tal y como él había pensado marcharse para siempre. "Siempre conservaré su figura gigante en mis recuerdos", concluye Rosario Martín Rodríguez, que está casada con un eminente científico también, premio Príncipe de Asturias, el almeriense Ginés Morata.