El espíritu olímpico parece implicar una competición en igualdad de condiciones en la que quien más y mejor trabaja acaba triunfando. Para lograr este ideal, las agencias antidopaje realizan enormes esfuerzos con el fin de que nadie juegue con ventaja, pero la biología muestra que esa tarea es poco menos que imposible. Unos pocos privilegiados se cayeron de pequeños en la marmita de poción mágica y portan en sus genes unos dones que nunca proporcionará el entrenamiento. En el libro The Sports Gene, publicado este verano, su autor, David Epstein, proporciona un buen número de ejemplos de este tipo de seres excepcionales y plantea dudas sobre nuestra forma de entender una competición justa.
Uno de los ejemplos citados por Epstein es Eero Mäntyranta, un esquiador de fondo finlandés que ganó cinco oros, cuatro platas y tres bronces en olimpiadas y mundiales durante los sesenta. Mäntyranta tiene policitemia congénita, un síndrome que incrementa el volumen de glóbulos rojos en la sangre debido a una mutación en el gen que produce la EPO, la hormona responsable de la producción de glóbulos rojos. Esta particularidad hace que la sangre de este esquiador pudiese llevar hasta un 50% más de oxígeno que un humano medio. Mäntyranta tenía así de forma natural la ventaja que ciclistas como Lance Armstrong buscaron inyectándose EPO sintética para producir más glóbulos rojos y mejorar su rendimiento.
Como en muchos otros ámbitos de la biología, no ha sido posible vincular el rendimiento deportivo a un solo gen. Además de las características que influyan en el rendimiento biomecánico, como la capacidad para transportar oxígeno o construir los músculos de una determinada manera, otros genes pueden favorecer la capacidad para entrenar con mayor intensidad y concentración. Sin embargo, ya se están identificando algunos genes que pueden ayudar a predecir quién tiene más posibilidades de ser un atleta de élite en el futuro.
Un reciente estudio, que analizaba los resultados de varias investigaciones sobre la relación entre los genes ACE y ACTN3 y el rendimiento deportivo, ha mostrado que el primero suele acompañar a los mejores en las pruebas de resistencia y el segundo a los velocistas. En un provocativo artículo publicado el año pasado en Nature, Juan Enriquez y Steve Gullans, de la empresa Excel Venture Management de Boston, señalaban a este tipo de genes como ventajas fundamentales con las que cuentan casi todos los deportistas de élite.
Estos genes, reconocían sin embargo Enriquez y Gullans, son bastante comunes y es probable que sea necesario acumular un grupo de estas piezas ventajosas para poder ser un campeón olímpico. En opinión de los dos biotecnólogos, solo existen dos posibilidades para lograr que los atletas puedan competir en igualdad de condiciones: o se aplica un hándicap a los privilegiados genéticos o se actúa sobre el genoma de los que no pueden competir por ser sólo normales para convertirlos en extraordinarios.
Los autores del artículo de Nature se mostraban partidarios de la segunda opción y planteaban aplicar la terapia génica para hacer justicia. Así, todos los deportistas dedicados a las competiciones de resistencia que quisiesen mejorar su rendimiento podrían introducir en su genoma variantes del gen productor de la EPO similares a la que tenía Mäntyranta. Esto se lograría gracias a la terapia génica, una tecnología que utiliza la capacidad de los virus para secuestrar organismos como el nuestro y ponerlos a su servicio. Versiones domadas de estos seres servirían para introducir en los deportistas las variantes genéticas requeridas para triunfar. La primera terapia génica, que servirá para tratar la pancreatitis, llegará al mercado europeo, probablemente, a finales de este año. La tecnología necesaria para el dopaje genético está cada vez más cerca.
Crear superhumanos
Las agencias antidopaje ya se han empezado a preocupar por contener lo que amenaza con convertirse en una carrera eterna por producir superhumanos. El planteamiento de Enriquez y Gullans parecía ignorar el lema propuesto por el barón Pierre de Coubertain durante la fundación del Comité Olímpico Internacional en 1894: Citius, Altius, Fortius (más rápido, más alto, más fuerte). Aunque se aupase con biotecnología a los humanos comunes hasta el pedestal en el que se encuentran privilegiados como Mäntyranta, es improbable que estos se quedasen allí esperando. El propio esquiador finlandés dio positivo en 1972 por uso de anfetaminas y tiempo después admitió haber tomado hormonas que aún no estaban prohibidas cuando él competía.
El libro de Epstein pone en duda el sentido de justicia en el deporte y despierta preguntas como la que se formulaba el escritor Malcom Gladwell respecto al ciclismo en The New Yorker: "¿Por qué un deporte que no tiene problemas con la inducción voluntaria de la anorexia como medida para mejorar el rendimiento se molesta tanto porque los deportistas se hagan transfusiones con su propia sangre".
Tyler Hamilton, un ciclista que fue gregario de Lance Armstrong durante sus años de gloria, también cuestionaba la postura de las autoridades deportivas frente al dopaje. Para un tipo con un físico mediocre como el suyo, la escasez de EPO era una limitación para competir, pero sobre todo para entrenar. Los niveles de esta hormona descienden con la práctica deportiva intensa y eso hacía que demasiado entrenamiento redujese la capacidad del organismo para transportar oxígeno y ser competitivo. Las inyecciones de la versión sintética de la hormona, contaba Hamilton en su libro La carrera secreta, daban la posibilidad al ciclista de sufrir más y de llegar a límites antes inimaginables. "Era un nuevo panorama. Empecé a ver las carreras de otra manera. Ya no eran tiradas de dados genéticos [...] Dependían de lo que hacías, de lo duro que trabajabas, de lo cuidadoso y profesional que eras con tu preparación", afirmaba Hamilton. Para él, las sustancias dopantes hacían que por fin hubiese un poco de justicia en el deporte.