No sé si aprecian el fenómeno de diversos cantantes conocidos que comparten videos de 20 segundos de Tik-Tok de diferentes usuarios que bailan sus canciones. Esta moda se ha convertido en un nuevo sistema para viralizar temas musicales desde ya hace algunos años. Hasta aquí, me parece todo muy divertido.
El colmo del aburrimiento llega con la repetición y la absoluta ausencia de originalidad en las coreografías. De pronto todos repiten como borregos la misma estrofa con los mismos pasos. Ves un vídeo, dos, tres: te hace gracia. Sigues viendo los stories del cantante en cuestión (que comparte todos, para motivar al populus a seguir participando y desplegar su poder). Vídeo cuarto, quinto, sexto… manita a la izquierda, manita a la derecha, saco pompis hacia un lado y la lengua al final de la estrofa. Vídeo 100… esto es un no-parar. Una locura. 95 de cada 100 vídeos siguen esa absurda coreografía que ni siquiera sale en el videoclip del cantante en cuestión. A veces te encuentras con chicas graciosas, sexys y guapas; en otras ocasiones, ni nada de eso -ni siquiera bailan bien-. (Perdónenme esta licencia: el ser humano de siempre ha preferido la belleza).
Ahora me dirán los defensores de la libertad que estos seres son felices (¡puede que más que yo, incluso!), y que, al igual que a mí me alegra subir selfies o gatos, a ellos el dichoso bailecito. La simpleza siempre fue sinónimo de felicidad. No entro en el debate de la felicidad y la libertad, sino de la originalidad. En mi infancia (años 90-2000) las coreografías se sacaban de videoclips de dvd que se regalan con el cd del cantante de turno (o de los vídeos que sacaba un canal que había en la tdt de 40 principales). Teníamos el mérito de memorizar los pasos, de bailar el tema entero e improvisar, en vez de parecer imbéciles moviendo el cuerpo como si de robots se tratara durante escasos segundos.
A esto, señores, estamos llegando en pleno 2021: al apagón de la imaginación, impregnado de vanidad e hipesexualización en un momento en la que sexualización peligra a causa de corrientes que denuncian el orgullo de ser hetero y nada más (porque somos muchos todavía los que somos hetero y monógamos, ¿eh?).
Estos días, atrapada en casa a causa del Covid, me he tragado todas las noches un programa de Cuatro llamado First Dates, una de las mayores vergüenzas para la dignidad humana: no tanto por el concepto tan ya arcaico de pareja soltera busca otra pareja, sino por el perfil cultural de la mayoría de los participantes. ¡Ni uno se salva de tener tatuajes, por cierto! Qué digo tatuajes: directamente medio cuerpo tatuado, medio brazo. El otro día aparecía un hombre cuyo cuello parecía gangrenado... ¡y en verdad era un tatuaje! ¡En fin! Allá ellos, no quiero detenerme en la libertad de expresión corporal para sellar nuestras pieles cuales vacas que buscan el estampado eterno.
Mi crítica va por este otro camino. La bajeza cultural parte de un verborrea pobre, anclada en ‘queísmos’ y ‘dequeísmos’ y seres que presumen a sus 40 años de vivir con sus padres, estudiar locución y ser un buenos amos de casa (por fortuna, mucha mujer le tocó en la cena al susodicho, y está aseguró que agradecía conocer a un hombre casero pero que preferiría a uno que trabajara). En medio de toda esa jungla, aparecen chavales de 18-28 años que con una madurez impuesta pero inexistente espetan y aseguran ser ‘todosexuales’ alegando a que si le gusta a uno la carne y el pescado, que porqué no hacer lo mismo en las relaciones sentimentales. Amar es como comerse un plato de pasta. Supongo que cuando crezcan, si evolucionan en lo emocional, descubrirán que el Amor es una palabra que se escribe con mayúscula, con valores y con verdad. Todo lo demás son modas de perversión en una sociedad que cada vez es más libertina y menos liberal.