Ni a qué cartero entregarle la carta o a qué paloma mensajera, a saber. Sólo espero, y deseo que, al recibo de ésta, te hagas cómplice de mis emociones y podamos conocernos para siempre.
Te cuento que todo ocurrió una mañana cálida de primavera. Sabía de ti, objeto de tanta admiración y fiel testigo del paso de la Historia, austero en tu quietud y elegante en tu estar. Ese calor me puso ante la puerta del museo en busca de una sombra y entré.
El fresco de las piedras del interior me despertó de golpe. Sólo tuve que dar dos pasos para fijar mi mirada en ti. Te vi. Ya no había museo en el universo que despertara mi interés, ni obra de arte que pudiera conmoverme. Te exploré. No había un solo detalle de tu cuerpo que no me estremeciera. Seguí caminando pero ya sin los pies en el suelo y sin poder apartar mi mirada de tus ojos a los que buscaba con ansia para averiguar adónde se dirigían.
Tanta hermosura no podía ser humana: tus venas sobresalían de la piel formando surcos de vida, tu gesto firme, sin decir palabra, hablaba de serenidad y de pasión, tu movimiento parecía alargarse hasta el infinito con la maldición sobre tu cabeza que gira hacia la izquierda, como los condenados que dirían los viejos monjes medievales. Me senté en un banco del museo, justo detrás de ti.
Me dabas la espalda, pero así podía contemplarte mejor sin miedo a ser descubierta en mi emoción e intuí unas nalgas firmes y un alma poderosa capaz de enamorar a cualquiera que se atreviera a mirarte como yo lo hice aquella mañana de primavera. La verdad es que no me había ocurrido nunca, mis amores han sido siempre efímeros, de noches gloriosas, queriendo buscar en ellos el placer del ahora y la circunstancia del aquí. Y nunca estuvieron tan vivos como tú, que has sobrevivido a guerras y terremotos. Tú, mejor que nadie, sabes de hombres, porque has sido objetivo de miradas obscenas, de cámaras de fotografía ansiosas de tu perfil y de deseos inconfesables.
Pero no quise hablarte porque el tiempo y tu eternidad lo hicieron innecesario, sólo te pensé, en tu belleza y en tu elegancia, en tu coraje y valor por estar ahí contra viento y marea y te pensé en tu nombre, David, hecho con las caricias de un cincel enamorado.
Te preguntarás qué hago escribiéndote una carta que quizás no llegue, pero te quería proponer que te albergaras en mi seno, que tu decorado pasara a ser el mío, que ambos compartiéramos la gloria de la eternidad y que juntos dijéramos al mundo que el amor no tiene edad, ni sexo, ni raza y que no sabe de materiales con que está hecho.
Me quedaré, por el paso de los siglos, a la espera de tu respuesta y, siempre, admirándote. Tuya,
La Fenice