Tenía la cabeza apoyada en la almohada mirando hacia mi sitio. El pelo se ajustaba a la cama como el agua al lecho. Casi a oscuras. Las luces de los relojes de las mesillas hacían de candilejas. Los brazos haciendo una especie de hache a ambos lados de sus sueños.
El torso estaba fuera de las sábanas y se adivinaba la ropa de dormir acariciando su espalda hasta donde comenzaba a descender como sin peso. Los dos tirantes, finos, sensuales, femeninos, me hablaban de ella. No sujetaban nada. Sólo decían de su carácter.
Volví a caer. Me enamoré otra vez de ella. Y le declaré mi amor en silencio.
Quise recordar el número que hacía esta caída del guindo, y me vino a la memoria que hace unos diecisiete años, dije el último número que existe. Ya llevo muchas caídas más allá del fin.
Se durmió antes que yo, como ocurre todos los miércoles. Y es que, los martes dormimos con mi madre. Ella, en la cama supletoria de la habitación de la enferma-niña herida por el rayo de una tormenta de arterias y venas. Yo, en otro dormitorio, cerca, pero en otra habitación. Es su devoción. La mima.
Para Teresa no existen las obligaciones. Todo es devoción. Ama a lo cafre.
Consiente de mí lo intolerable. Ausencias del pensamiento, retrasos sin sentido, olvidos, coqueteos, tozudez, desapego de mi cuerpo. Ella lo adorna todo y me da un beso. Y hace que siga viviendo. Como si nada.
Amar es pensar una canción y que ella comience a entonarla.
Amar es atravesar Soria en coche, bajo una lluvia torrencial, mirando la luz de los faros con los ojos empapados. Los dos y sin saber por qué.
Amar es consentir la libertad del amado.
Teresa me ama. Como soy. Es decir, me ama.
Yo amo a mi esposa como es. Y porque se cruzó en mi vida. Ya no había otra solución.
Juanpe