El pasado verano estuve en La Palma y, casualidades de la vida, me alojaba en una casita no muy lejos de donde se han abierto las entrañas de la tierra. Entonces, y mira que hace sólo unos meses, era completamente impensable que pudiese ocurrir lo que efectivamente está pasando y que dejará una huella en el paisaje palmero que sólo borrarán los siglos… o nuevas erupciones que vengan a recubrir lo que ahora está cubriendo esta.
El caso es que este verano visitar La Palma era viajar a la isla bonita, sin más, sin otras connotaciones. Disfrutar de una tierra bellísima, de una vida en la que hay una o dos marchas menos que en Madrid, de una naturaleza que mostraba su cara más amable y de algunos lugares realmente alucinantes.
Ahora la cosa es muy distinta: viajar a La Palma es hacerlo al desastre, a una catástrofe económica y humana a la que todos estamos asistiendo a través de las pantallas, atónitos e impotentes ante el avance pausado pero imparable e implacable de las coladas de lava.
Sin embargo, conmocionada como es lógico, el resto de la isla sigue con su vida y, con la excepción de aquellos a los que la desgracia ha tocado directamente o de los que están muy cerca, los palmeros trabajan, van a la escuela, sacan al perro a pasear y, en suma, tratan de salir adelante.
Una parte fundamental de ese trabajo y de ese salir adelante era, es y será aún más a partir de ahora el turismo, no mucho más se pude hacer en una isla que es pequeña, que tiene poco territorio usable por lo escarpado del terreno y que, eso sí, es de una belleza deslumbrante.
Pero aquí nos encontramos con la paradoja que estas cosas generan en nuestras sociedades, tan preocupadas por el qué dirán y por las cosas que se viralizan en internet. Y así, parece que viajar a La Palma -o a cualquier otro lugar en el que se haya producido algún tipo de desgracia o desastre- es poco menos que una obscenidad vedada a todos aquellos que no sean cooperantes o periodistas, y aún estos según.
Supongo que es una desviación patológica de la absurda y peligrosa corriente antiturística que nos invade y que en cuanto está pasando la pandemia vuelve a asomar su asquerosa cabeza. Sea por eso o por cualquier otra tontería, hay que dejar una cosa clara: incluso aquel que viaje a La Palma llevado por el más rechazable sentido del morbo está ayudando a los palmeros, sean cuales sean los motivos para hacerlo, no puede haber mayor solidaridad con los afectados por el desastre que ir y gastarse el dinero allí, permitirles ganarse la vida lo mejor posible y remontar esta situación tan desastrosa.
España es siempre un país solidario con sus compatriotas afectados por las desgracias naturales: de forma rápida y muy efectiva se montan mecanismos de solidaridad y muchísima gente aporta su granito de arena con unos pocos euros aquí o allá. Eso está muy bien, por supuesto, pero dar a la gente más oportunidades de salir del hoyo por sus propios medios es mucho mejor.
Para eso no hay nada tan efectivo y sencillo como el turismo, así que viajen a La Palma, deléitense con la belleza del resto de la isla, siéntanse sobrecogidos por el espectáculo devastador del Cumbre Vieja, disfruten de la primavera eterna de las Canarias… Hagan lo que les apetezca y háganlo sin remordimientos, porque es lo que de verdad pueden hacer por la gente de allí. Y no olviden nunca que el turismo es mucho mejor que la mejor de las limosnas.