Soria o esa España eterna que quizá está desapareciendo
Soria es una de nuestras capitales más desconocidas, pero es un destino interesante al que acercarse.
Pocas capitales españolas resultan, creo yo, tan desconocidas y lejanas como Soria, se diría que más distante aún que la estepa rusa que representó en Doctor Zhivago y casi tan inexistente como el mismísimo Teruel.
Puede que esto se deba a que es una de las más pequeñas –solo por detrás de Teruel, precisamente-; puede que a que no tienen grandes monumentos como las catedrales o las murallas de otras ciudades de Castilla –aunque esto no es del todo cierto-; o puede a que no haber encontrado un leitmotiv para atraer al turismo de masas, algo que se está intentando con la poesía.
Por suerte o por desgracia, la poesía no es un imán tan fuerte como las playas o los grandes museos, por poner dos ejemplos, así que el viajero que lo desee disfrutará hoy en día de la pequeña Soria con tranquilidad, sin verse en mitad de una marabunta y, desde luego, impregnándose del innegable halo poético que desprende la ciudad.
Soria en tren
Una buena forma de conocer Soria es el tren Campos de Castilla, una iniciativa de Renfe, del Ayuntamiento y de varias empresas locales para que visitar la ciudad de un modo distinto, con la presencia casi constante de Antonio Machado o, mejor dicho, de alguno de sus más hermosos poemas dedicados a o inspirados por la ciudad.
En un viaje calmado, en un tren regional que para en muchas estaciones y que acaba tardando bastante en llegar a su destino, sobre todo en esta época de AVEs vertiginosos. Pero la parsimonia con la que nos desplazamos se compensa con la entretenida actuación de tres actores que suben al tren en Sigüenza y componen desde allí un bonito cuadro de costumbres, por así decirlo, que nos lleva casi sin darnos cuenta hasta la estación de Soria.
A partir de ahí se hacen una serie de visitas acompañados por un guía muy competente y con las que conocemos los lugares más bonitos e interesantes de la ciudad. Lo primero es, seguramente, lo mejor: el maravilloso claustro románico, aunque tan extrañamente románico, de San Juan de Duero.
Maravillas románicas
Les aseguro que es una auténtica joya, una de esas cosas realmente únicas que es tan raro poder disfrutar y que les emocionará en cuanto tengan un mínimo de sensibilidad estética o de interés por el arte y la arquitectura.
Cada uno de sus cuatro lados tienen un estilo arquitectónico distinto, siendo como son todos románicos a su manera. No se sabe porque ese despliegue de creatividad, pero el resultado es único, con arcos que hacen extrañas formas geométricas y no tienen capiteles, otros más sencillos… Es algo que llama la atención, que no he visto en ningún lugar del mundo y que por sí mismo justifica el viaje.
No es la única maravilla románica con la que nos vamos a encontrar: la modesta pero bellísima fachada de Santo Domingo, hermosa en su distante y austero equilibrio, especialmente cuando es iluminada por el cálido sol de la tarde.
Santo Domingo es toda sencillez, pero quizá esa sobriedad es una de las cosas que hace especialmente impresionante el conjunto escultórico de las arquivoltas y el tímpano de la puerta, con esa eficacia narrativa abrumadora que tiene el mejor románico y que lo hace un estilo arquitectónico tan especial y tan capaz de conmovernos aún en manifestaciones más bien tirando a modestas –bendita modestia- como Santo Domingo.
Hay que reconocer que el interior de la iglesia tiene luego menos interés, algo que también nos pasará en otro de los hitos de la ciudad: la ermita de San Saturio, a orillas del Duero como el claustro de San Juan, en un emplazamiento precioso en el que el río remansado refleja un cielo de un azul intensísimo.
En San Saturio hay una curiosa mezcla de cueva e iglesia muy representativa de ciertas épocas del cristianismo, pero lo que es la ermita en sí es un pequeño y pobre –no se tomen esta palabra como algo despectivo- templo con una curiosísima decoración barroca. No es la ermita o la iglesia más bella que habrán visitado en su vida, pero les aseguro que vale la pena conocerlo.
Además de las rutas guiadas el viaje les deja tiempo libre para recorrer el centro de la ciudad y las calles alrededor de la del Collado, la vía peatonal y comercial de ese centro. Podrán también conocer la Plaza Mayor, el instituto en el que dio clases Machado o el casino en el que tomaban café y tertulieaban el propio Machado o Gerardo Diego.
Podrán también acercarse a la deliciosa Alameda, el parque más conocido de la ciudad cerca del cual está también el Rincón de Bécquer, otro de los puntos poéticos de esta ciudad tan románticamente poética.
Fuera de Soria
Ya en el segundo día del viaje, el domingo, la ruta parte para la Laguna Negra a través del invernal –incluso en verano tiene algo de invernal- paisaje soriano. El autobús les dejará muy cerca de esta maravilla de la naturaleza que a su modo también tiene, diría yo, ese aire romántico y decadente de la propia Soria, allá en las alturas y entre unos impresionantes pinos.
La siguiente parada es en uno de esos sitios cuya mera mención evoca batallas, sangre y heroísmo: Numancia. La visita a las ruinas de lo que fue la ciudad, primero de los arévacos, luego ya romana, es uno de los puntos de más interés del fin de semana.
Recorrer Numancia de la mano de un guía experto nos servirá para aprender de la mejor manera posible la pequeña y dramática historia que allí ocurrió y, sobre todo, su significado y simbolismo dentro de una historia más grande: cómo una nueva civilización sustituía a la anterior por la fuerza de las armas, pero no sólo por ella.
Ahora quizás es la propia Soria un ejemplo de una sociedad que está dando paso a otra no sé si mejor o peor, pero sí distinta. Ahora quizás viajar a esta pequeña ciudad castellana no es sólo asomarse a la Soria de Machado y su poesía, sino sobre todo echar un último vistazo a una España que está en trance no de desaparecer sino de cambiar. Ahora, quizás y sólo quizás, Soria es la más bonita ruta que pueden hacer a su propia melancolía.