Poza de la Sal o de cómo en las Merindades los hombres se han esforzado para mejorar la naturaleza
Un pequeñp pueblo que pese a ello tiene absolutamente de todo: historia, historias, un casco viejo medieval precioso y hasta hijos ilustrísimos.
Mi entrada en las Merindades fue ciertamente espectacular: llegaba desde una zona más alta -luego me enteré de que eso era "él páramo", lo que me sonaba deliciosamente sherlockholmesiano- y, yendo por la estrecha carretera que me bajaba hasta el fondo del valle, me sorprendió un espectáculo natural bellísimo: las nubes muy bajas dejaban ver sólo un parte del verdísimo paisaje encerrado entre montañas que se alejaban de mi e iban tornándose cada vez más azules, hasta casi confundirse con el cielo.
Un paisaje y un momento que me obligaron a parar el coche en mitad de carretera, afortunadamente poco transitada, y tomar las primeras fotos del viaje allí mismo: casi no había llegado y las Merindades, de las que no me va a quedar más remedio que hablarles mucho en los próximos meses, y ya me estaban embrujando.
Un poco más allá, asomándose a la entrada del valle, estaba Poza de la Sal, el primer pueblo que iba a conocer de esta zona de Burgos de la que tanto había oído hablar, y fue toda una sorpresa y, por supuesto, de las buenas: pese a ser muy pequeño para los estándares habituales -aunque no tanto para los de esta zona muy escasamente poblada en la que casi 300 habitantes no son pocos- en su reducido espacio tiene absolutamente de todo: historia, historias, un casco viejo medieval precioso y hasta hijos ilustrísimos.
¿Sabían lo que es un diapiro?
No hay que ser muy perspicaz para adivinar que la historia de Poza de la Sal está relacionada con la sal. La razón es que está ubicado justo en el borde de un gran diapiro, una formación geológica que, explicado de una forma muy burda, consiste en que una capa de materiales más antiguos, en este caso sal, emerge a la superficie.
Así que durante siglos los naturales de Poza de la Sal trabajaron en unas hoy prácticamente desparecidas salinas, que ocupaban un enorme terreno a las afueras del pueblo. Esa riqueza que dejó la sal explica la pequeña joya que es el centro del pueblo, un casco urbano completamente medieval que vale la pena recorrer con calma, prestando atención a sus casas de arquitectura tradicional castellana, algunas casas imponentes de escudos nobiliarios en la fachada, parando en sus calles estrechas y sus plazuelas llenas de encanto, entrando en la preciosa iglesia…
En una de las casonas de este casco viejo está el Centro de Interpretación Las Salinas, que nos acerca a ese pasado y a los métodos tradicionales con los que extraía la sal, a través de un complejo sistema de túneles por los que se echaba agua bajo la superficie y depósitos de salmuera.
Los amigos de las salinas y el amigo Félix
Esa historia está volviendo poco a poco a la actualidad gracias a una asociación de amigos de las salinas que está recuperando los espacios en los que la salmuera se exponía al tímido sol burgalés. Así que cada verano algunos pozanos vuelven a coger los aperos que ya usaban sus abuelos y producen una sal suave y con cierta personalidad, muy rica, que venden en pequeños con los que van financiando, poco a poco, la recuperación de ese patrimonio único.
Muy cerca de esas viejas salina en recuperación está una estatua, la segunda, al más ilustre hijo del pueblo: Félix Rodríguez de la Fuente, que nació en Poza de la Sal en 1928 y vivió en la villa sus primeros años de vida, algo que según él mismo afirmaba fue decisivo en el amor por la naturaleza que luego fue el centro de su exitoso trabajo.
No creo que la gente de gente de generaciones posteriores a la mía sea consciente de la enorme influencia que Rodríguez de la Fuente tuvo en España y en cómo los españoles nos relacionamos con nuestra naturaleza, yo creo que provocó un cambio enorme y que no se le ha reconocido lo suficiente.
Afortunadamente no ocurre lo mismo en su pueblo, donde un busto en la plaza y esa estatua en las afueras -me comentan que sufragada por el conocido periodista Iker Jiménez- hacen honor a su memoria. En esta escultura, en la que aparece con su cuaderno de notas, una cámara y un lobo, Rodríguez de la Fuente disfruta una preciosa vista sobre su pueblo que vale la pena y que nos hace pensar que, seguro, alguna vez disfrutó desde ese mismo lugar como la disfrutamos mostros ahora en su compañía.
Y encima, un castillo
Por si todo esto no fuese suficiente, Poza de la Sal tiene también un castillo abierto y al que es posible subir sin mayor problema. Dejamos el coche en una explanada a las puertas del viejo recinto amurallado y una corta pero endiablada escalera nos permite acceder al interior y, después, a lo alto de las torres.
No es, desde luego, la más imponente fortaleza de España, pero les aseguro que la vista desde allí arriba merece cada escalón y cada gota de sudor: un gran valle se abre ante nosotros en mil tonos de verde y sólo el pueblo y unas pocas carreteras rectilíneas nos recuerdan que estamos aún en territorio del hombre, que la naturaleza, la bellísima naturaleza, no se ha adueñado de todo.
Es la sensación que tuve en los días siguientes en todas las Merindades, una tierra en la que el hombre se ha tenido que esforzar mucho para mejorar, discretamente e incluso con cierto disimulo, la maravillosa obra que ya nos había dejado la madre naturaleza.