Porís de Candelaria: la sorpresa más espectacular de La Palma
Por mucho que se la llame "la isla bonita" conocer La Palma ha sido una sorpresa bastante grande: es mucho más que bonita, es absolutamente espectacular. Con una belleza cambiante que en algunos momentos es tropical, en otros volcánica y a veces casi desértica, pero que siempre es salvaje y sorprendente. Una de las más interesantes de Canarias y eso, soy consciente, es mucho decir.
Y además de ese paisaje y esa belleza natural tiene una colección de cosas concretas que es imprescindible visitar y que seguramente les dejarán con la boca abierta. Una de ellas, quizá no la más hermosa ni la mejor, pero seguramente sí la más sorprendente, es el Porís de Candelaria.
La RAE no recoge la palabra porís -sí proís, que es el otro nombre que en ocasiones se usa para el lugar- pero en Canarias se denomina así a puertos naturales o embarcaderos pequeños. Exactamente eso es el de Candelaria: un minúsculo refugio en el que guarnecerse de la fuerza de las olas, pero con dos peculiaridades extra: la primera que está en una gran cueva marina; y la segunda que en el fondo de esa cueva hay una pequeña aldea de pescadores con una veintena de casas.
Un camino difícil
Llegar hasta allí no es fácil y aún lo fue menos el día en el que lo hicimos nosotros como una de las primeras excursiones de nuestras vacaciones en La Palma: una carretera cortada nos obligó a un rodeo bastante largo por una serie de pequeños caminos asfaltados de imposibles curvas y tremendas pendientes.
Como casi todo en la isla, no era un viaje apto para aquellos a los que no les guste de verdad conducir, pero a cambio el regalo de las vistas sobre el océano y esa parte de la costa oeste de La Palma era espléndido, mientras se atravesaba una zona de escasa vegetación y hierbas con tonos dorados que eran el contraste perfecto para el azul profundo del mar.
Finalmente, y tras un último tramo de carretera bastante terrorífica -pero nada que no se pueda superar yendo despacio y con cuidado- llegamos a un aparcamiento en el que hay que dejar el vehículo para ponerse a caminar. Son sólo unos diez o quince minutos, pero de nuevo de pendiente feroz, tramos de escalera y, eso sí, otra vez con unas vistas aún más maravillosas del océano y los grandes acantilados que creó en esa zona el choque brutal entre la fiereza volcánica de la isla y la ímpetu de las corrientes marinas, el viento y las olas.
¿Pero cómo han hecho esto aquí?
Y cuando por fin el camino da un giro y nos ofrece la primera vista del Porís de Candelaria, lo único que acertamos a pensar es ¿cómo han hecho esto aquí? ¿Qué sentido tiene construir casas este lugar remoto, casi inaccesible, en una isla pequeña y también bastante remota? La verdad es que no tengo la respuesta a estas preguntas fruto de la sorpresa e incluso la incredulidad que me producía el lugar, pero también les digo que eso no me impidió disfrutarlo.
Por cierto, les cuento un poco más sobre el Porís de Candelaria en sí: es una gran cueva, mucho más alta y profunda que ancha, de forma que se crea una enorme bóveda natural que en su parte más elevada alcanza decenas de metros por encima del nivel por el que se transita. El mar invade la cueva casi en cada ola, creando una minúscula bahía en la que las aguas, de un llamativo color azul claro, tampoco está muy calmas, pero no rompen con la dureza con la que lo hacen en el exterior. Aún así, unos cuantos barquitos esperan a sus propietarios fuera, anclados en un mar más abierto en el que no se puedan ir contra las rocas.
Casas en la roca
En la parte baja de la cueva están las casas, unas pocas -no las conté pero no creo que lleguen a la veintena- porque no hay espacio para más. Son pequeñas, encaladas de un blanco brillante y con colores intensos en sus puertas y persianas. Excavadas en parte en la roca, transmiten una sensación de cierta pobreza y provisionalidad, pero al mismo tiempo de decencia. No sé si me explico bien: no parecen hechas tanto como para vivir como para pasar unos días, pero tampoco se diría que son chabolas, ni mucho menos.
De hecho, así es al menos hoy en día: el Porís sólo está habitado en los meses en los que el mar hace el lugar un poco menos inhóspito y son algo así como segundas residencias de una comunidad de vecinos temporales en la que, obviamente, todos se conocen y reina una confianza que sorprende a los que llegamos de una gran ciudad: las puertas y las ventanas están abiertas incluso pese al paso habitual de turistas boquiabiertos.
Esa impresión de familiaridad que transmiten los habitantes del Porís de Candelaria, de pequeña aldea bien avenida como se supone que eran las de antes, era la guinda a la sorpresa e incluso la sensación de irrealidad que me hacía sentir un lugar que ya cuando lo vi en fotos antes de llegar no me parecía de este mundo pero que, una vez allí, tampoco me pareció de este siglo.