"El golf y el sexo son, prácticamente, las dos únicas cosas de las que puedes disfrutar sin ser bueno en ellas"
Jimmy Demaret, tres veces ganador de Masters de Augusta
Admitámoslo, el golf es probablemente el deporte con una técnica más complicada de cuantos existen, tampoco es que sea barato (aunque afortunadamente ya no es una actividad “de lujo”), suele resultar ingrato y por muchos años que pasemos practicándolo lo más probable es que jamás lleguemos a dominarlo. Los resultados que obtendremos serán muy dispares, pero como nuestro nivel de exigencia siempre irá por delante de nuestro juego resultarán habitualmente insatisfactorios. El golf es, en suma, una refinada tortura que se cruza en nuestra vida con la promesa de la felicidad y la seguridad de la infelicidad.
Sin embargo, a pesar de ello y con una obstinación más propia de más altas misiones, seguimos empeñados en golpear la dichosa y ridículamente pequeña pelotita y, no contentos con el hecho de acertar en un blanco tan pequeño, pretendemos que una vez golpeada ésta se eleve velozmente y surque los cielos para detenerse a metros y metros de distancia, justo donde queríamos.
¿A qué ésta obstinación? ¿Qué necesidad tenemos de sufrir? ¿Por qué el golf?
Hay varias respuestas: el placer de una ronda en un día soleado de primavera con tres amigos, el sonido de la pelotita cuando por fin entra en el dichoso hoyo, los comentarios en el llamado “hoyo 19” (el bar de la casa club) frente a unas refrescantes cervezas, la brisa del mar cuando estamos en la parte alta de un campo cercano a la costa…
Pero me temo que la principal está en una sensación que no estoy seguro de poder explicarles: en muy contadas ocasiones se siente algo justo antes de iniciar el swing – el complejo y si me apuran ridículo movimiento con el que se golpea la bola. Bien, como les decía se siente algo, misteriosamente el cuerpo entra en una especie de trance en el que en lugar de obedecer a nuestras infaustas costumbres obedece a las órdenes que le lanza el cerebro, se balancea suave y rítmicamente, con una energía que fluye de nuestro interior templada pero poderosa, atraviesa el palo y golpea la bola.
Todo es natural, fácil, fluido, la bola lo comprende y no puede quedarse ajena a la fiesta, salta con una velocidad inusitada, atraviesa el aire en un vuelo ascendente, se eleva todavía un poco más para luego caer a plomo y detenerse justo donde esperábamos, en el centro del green. Mientras nosotros, aunque parezca que estamos quietos mirando a la bola estamos en realidad volando junto a ella, acompañándola, guiándola.
Sólo han sido unos diez segundos, pero en ese breve espacio de tiempo hemos superado las miserias de nuestro mal educado cuerpo, nos hemos movido con la gracilidad de un bailarín y con la potencia de un arma, hemos volado. Durante diez segundos hemos jugado de verdad al golf.
Espero y deseo que no les ocurra nunca: estarán irremisiblemente enganchados.