Por qué Burdeos es uno de los tesoros de Francia y varias razones para no perdérsela
Patrimonio de la Humanidad y con una belleza y un estilo propios, Burdeos es uno de los mejores destinos de Francia, que casi es decir de Europa.
A la altura de Burdeos el Garona es un río anchísimo, tranquilo, bellísimo, la ciudad se asoma a él como a un balcón y, como en un eterno día de fiesta, luce sus mejores galas: toda la fachada fluvial, de varios kilómetros de longitud, es una colección magnífica de edificios de piedra del siglo XVIII, cada uno con su propio estilo y personalidad, pero formando un conjunto armónico de una calidad y cantidad excepcional.
Sólo un hotel de nuevo cuño rompe la armonía -y encima lo hace con cierta gracia- en los cuatro kilómetros de paseo fluvial desde un poco más allá del Puente de Saint-Jaques hasta la zona portuaria cerca de la nueva Ciudad del Vino. Un despliegue de patrimonio que en cierto sentido sólo recuerdo haber visto en grandes capitales como Roma o París.
Esa cara mirando al Garona fue una de las cosas que más me impactó de Burdeos, aunque lo cierto es que fue el conjunto lo que me impresionó profundamente, y eso que iba avisado por algún amigo que me había hablado de la belleza de una ciudad que muy poco después de llegar ya me había cautivado y que se ha convertido, sin duda alguna, en uno de mis destinos favoritos.
La ciudad ante el espejo
Después de un par de vueltas para encontrar la entrada del parking lo primero que vimos de Burdeos fue una de las atracciones turísticas más ingeniosas que he visto en mi vida: el Miroir d’Eau (Espejo de Agua).
Aparentemente la cosa es sencilla, pues sólo consiste en un gran rectángulo negro en el suelo que se ve cubierto de agua en un ciclo con varias etapas que se suceden en sólo unos minutos: empieza por soltar unos refrescantes chorros de vapor o, mejor dicho, de líquido nebulizado; después brota el agua hasta que toda la superficie está cubierta por aproximadamente un par de dedos de profundidad; y, finalmente, ese agua va desapareciendo de forma que, cuando sólo queda una fina película sobre las losetas negras, el Miroir d’Eau hace honor a su nombre y nos ofrece un perfecto espejo en el que se refleja la bellísima Plaza de la Bolsa, una maravilla de la arquitectura del siglo XVIII.
Además de la estampa increíblemente fotogénica, la fuente se ha convertido en un punto de reunión y diversión para los bordeleses: los niños se bañan medio desnudos, los mayores forman grupos para bailar salsa, las parejas juegan y se besan… En las tardes cálidas de julio se diría que todo Burdeos está allí, disfrutando de lo que no deja de ser un gran charco, pero con mucho estilo y no menos encanto.
Desde el Espejo de Agua se puede -y casi diría que se debe- subir hacia el centro de la ciudad por la calle de El espíritu de las leyes, homenaje a un girondino universal que sigue más vivo que nunca: Montesquieu. Nos encontraremos con el bellísimo Gran Teatro que es ahora la Ópera Nacional de Burdeos y sus espectaculares columnas neoclásicas -no dejen de visitar su interior si tienen la posibilidad-, y un poco más allá con otra columna aún mayor: la del no menos vistoso monumento a los diputados de la Gironda, que además tiene una historia con la que se podría escribir o filmar un apasionante thriller.
Un centro enorme, puertas y dos torres
Por ahí nos vamos adentrando en el centro histórico de Burdeos, que es enorme: de hecho, la UNESCO ha reconocido como Patrimonio de la Humanidad nada más y nada menos que 1.810 hectáreas, el mayor conjunto con esa clasificación del mundo.
Un área tan grande como bella, en su mayor parte del siglo XVIII aunque también hay zonas algo posteriores que nos recuerdan al París más señorial. Hay calles estrechas y placitas pequeñas, y también hay bulevares más anchos y calles rectas como una de las más atractivas de la ciudad: la Rue Ste Catherine, más de un kilómetro de vía peatonal repleta de tiendas, cafés, confiterías… una auténtica delicia para pasar una tarde e intentar, probablemente con escaso éxito, no gastar demasiado dinero.
El panorama de esta parte central está dominado por dos grandes torres góticas: la de la Basílica de San Miguel y la de la Catedral de San Andrés. Ambas sorprendentemente altas -la de San Miguel es la segunda mayor de Francia-, lógicamente robustas y curiosamente, las dos separadas unos metros del edificio al que se supone que dan servicio.
A la de la catedral la llaman Torre de Pey-Berland porque así se llamaba el obispo que la construyó. Se puede subir hasta arriba y, aunque algo cuesta superar la empinada escalera, la panorámica de la ciudad desde la cima vale mucho la pena.
La catedral me gustó mucho en su estilo gótico puro y un poco primitivo, a pesar de las vidrieras y las restauraciones y del siglo XIX. A algunos -como a mí- les llamará la atención la forma del templo, con la fachada principal en un lateral y un austera pared allí donde pensaríamos que iban la gran portada y sus torres. Pero no se confundan: aún así la fachada es hermosa y la iglesia es bellísima y grandiosa.
Otro rasgo que seguro que recordarán de su visita a Burdeos son las seis puertas monumentales que se conservan. Hay dos que son parte imprescindible del recorrido por la ciudad: la de San Eloy o Gran Campana y la Puerta de Cailhau, imponentes ejemplos que nos dicen lo rica que era una ciudad que al final de la Edad Media ya se defendía de esa forma tan lujosa.
Lo cierto es que prácticamente todo en Burdeos transmite esa sensación de riqueza histórica, de bienestar y casi de lujo que tan bien ha mantenido una ciudad a la que el comercio y el vino han hecho próspera prácticamente desde hace 600 años y que ha sabido conservar una belleza que hoy en día resulta sencillamente deslumbrante.
No obstante, también hay un legado histórico de Burdeos algo más sombrío, bastante menos lujoso y a pesar de ello interesantísimo: el que pueden encontrar en la Base de Submarinos nazi que aún se puede ver en las afueras de la ciudad. El edificio, un enorme bloque de hormigón, sólo se puede visitar en parte y un tanto de refilón, pero aún así se aprecian sus descomunales dimensiones y el sórdido misterio que lo impregna. Realmente me quedó la sensación de atracción turística muy poco aprovechada por la ciudad, pero aún así les recomiendo no perdérsela.
Y por supuesto, vino
Obviamente, no podemos hablar de Burdeos sin hablar de vino, y aún menos desde la apertura, hace sólo poco más de dos años, de la Cité du Vin: un gran museo o centro o como prefieran llamarlo alrededor de ese precioso líquido que tanto le ha dado a la humanidad en general y a Burdeos en particular.
La Cité está en un gran edificio de nueva construcción a orillas Garona, ya en las fueras de la ciudad. Es una arquitectura moderna y atrevida: metales coloridos y formas redondas y un tanto inidentificables -para algunos es un escanciador, para otros el vino derramándose dentro de una copa- que personalmente no me acabó de enamorar.
El interior, por el contrario, es indiscutiblemente espléndido: un recorrido tan exhaustivo como interesante por el vino y la uva, su historia, su elaboración, sus variedades, las regiones en las que se produce, su influencia en la cultura o en el amor… Incluso arquitectónicamente el edificio me pareció mucho más interesante por dentro que por fuera, pero lo verdaderamente valioso es una exposición de tanta calidad que para disfrutar de la Ciudad del Vino… ni siquiera hace falta que te guste el vino.
Algo parecido me pasa con Burdeos: no se me ocurre nadie al que pueda no enamorar esta ciudad tan llena de belleza, historia, elegancia y con un savoir faire de siglos de riqueza, cultura, vino y gastronomía.
Información práctica: Turismo de Burdeos.