Hace años alojé en mi casa a un norteamericano que, pese a estar ya bastante talludito, viajaba por primera vez a Europa. El motivo de su llegada era de índole profesional, así que no hubo mucho espacio para el turismo, pero sí dimos un paseo por el centro y pasamos, cómo no, por la Plaza Mayor.
Jamás olvidaré la cara absolutamente fascinada del useño, que me reconocía boquiabierto que "nunca había estado en un sitio como este". No pude reprimirme y olvidando un poco la cortesía debida a mi invitado tuve que responderle con cierta arrogancia: "Es que esto es más antiguo que tu país".
La escena podría haberse repetido, quizá con menos impacto (o puede que con más), en centenares de pueblos y ciudades de España que también tienen su propia Plaza Mayor, más o menos moderna, más o menos meritoria desde el punto de vista arquitectónico, algunas pequeñas y otras enormes, impresionantes, pero la inmensa mayor parte de ellas digna de una visita y apostaría a que todas sorprendentes para mi amigo americano.
Y es que la plaza mayor es un concepto muy español, una aportación netamente española a la historia de la arquitectura y el urbanismo: sólo encontraremos plazas mayores como tales en España y, obviamente, en las ciudades que los españoles levantaron al otro lado el Atlántico.
Quizá hasta ahora no habían caído ustedes en la "españolidad" de la plaza mayor, pero si piensan en las grandes plazas de ciudades de otros países nos encontraremos con que ninguna se parece a la de Madrid o la de Salamanca: ni las grandes plazas parisinas (L’Etoile, la Concorde, un poco más la Vendome, pero sin soportales, claro); ni desde luego las londinenses (Picadilly, Trafalgar) o las romanas (ni siquiera la del Campidoglio o, ya fuera por el nombre, la de España).
Sin ser lo mismo, de entre las grandes de Europa algo más similar resulta la Grand Place de Bruselas, quizá más evocadora de nuestras plazas mayores por su perfecta forma rectangular y sus edificios medievales, pero que sigue sin ser lo mismo.
Y todavía mayores son las diferencias si comparamos con otras culturas: la espectacular Jemaa el Fna de Marrakech es muchas cosas, pero desde luego no una plaza mayor; y la de Sultanahmet de Estambul, por poner otro ejemplo, es seguramente una de las plazas más impresionantes del mundo, pero en nada se parece a nuestras plazas mayores.
Desde la Edad Media
La mayor parte de las plazas mayores españolas hunden sus raíces en la Edad Media, cuando espacios abiertos y con cierto tamaño de las ciudades empiezan a recibir distintos usos relevantes para la comunidad: mercado, plaza de armas, lugar para espectáculos taurinos en no pocos casos y, cómo no, también para los autos de fe o los ajusticiamientos de cualquier tipo.
Se fueron ordenando muchas de estas plazas, otras no, en una forma regular alrededor de la que se construían viviendas que se abrían a la plaza con balcones y soportales. Primero unos y otros eran de madera, después se empezaron a realizar plazas más ricas con materiales más nobles.
La ordenación más o menos espontánea del espacio acabó siendo sustituida por una planificación rigurosa de la que el primer caso es, según leo por ahí, la Plaza Mayor de Valladolid allá por 1561.
Y poco después vendría una solución arquitectónica y urbanística más completa, total podríamos decir: la Plaza Mayor que no sólo está planificada sino que es ejecutada como un gran y único edificio (bien que separado por las calles de entrada). La primera de estas fue la de Madrid, que luego sirvió de modelo a otras muchas y, singularmente, a la que es probablemente la más bella de España: la de Salamanca.
Luego llegaron también algunas plazas mayores en el S XIX, como las de Bilbao o San Sebastián, que con una arquitectura neoclásica copiaban el modelo de la plaza porticada y amplia, aunque las funciones ya no fueran exactamente las mismas sí pervivía la idea de ese espacio amplio, regular, ordenado y con soportales en el que podía transcurrir buena parte de la vida de la ciudad.
Hoy en día esas plazas, las más modernas y las más antiguas, siguen siendo parte esencial del día a día de sus pueblos y ciudades y, al mismo tiempo, han tomado una función que a sus creadores ni se les habría pasado por la cabeza: son un referente para el turista, un punto de paso irrenunciable y, más aún, uno de los recuerdos que el viajero se llevará de vuelta a su hogar, quien sabe si a través de miles de kilómetros de viaje en avión como los que separan Madrid o Salamanca de, por poner un ejemplo, Tokio o Shangai.
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