No hay demasiadas localidades costeras tan fotografiadas y filmadas como Peñíscola, que incluso llegó a ser una improbable Valencia en la que el Cid – Charlton Heston era esperado por una impresionante Jimena – Sofía Loren (ya hay que tener ganas de guerrear para dejar a aquella mujer sola en el castillo).
Sin embargo, pese a todo ese archivo gráfico mental llegar a Peñíscola y asomarse por primera vez a sus playas sigue siendo una sorpresa: no deja uno de preguntarse cómo pudieron hacer y cómo han logrado conservar un lugar tan bonito.
Y es que el recinto amurallado, con las casas blancas apiñándose cuesta arriba y con la prominente figura del castillo en su cima ofrece una de las postales más encantadoras de nuestras costas que conozco: en pocos lugares se ha aprovechado tan bien un emplazamiento excepcional como el que el mar le ha dado a esta ciudad.
Además, pasear por el casco viejo de Peñíscola es todo un placer. Elijan un día fuera de la temporada más turística y podrán disfrutar tranquilamente, casi en solitario, de sus calles empinadas, con las fachadas pintadas de un furioso blanco y las puertas y ventanas de un intenso color azul.
Prácticamente cada callejón termina en una vista de un mar de intensos colores, y digo colores porque hay dos bandas perfectamente diferenciadas: un azul a juego con el de puertas y ventanas y un verde profundo y bellísimo. El resultado es tan hermoso que la costa toma un aire caribeño.
Un mar, además, del que podemos disfrutar como en pocos lugares gracias a los muchos miradores que nos ofrecen las viejas murallas, pensadas para otear el horizonte en busca de barcos de piratas berberiscos y que hoy nos sirven para ver el paso lejano de grandes cargueros y el más cercano de pequeños pesqueros o de barquitos de recreo.
Nuestro paseo nos llevará hasta el castillo del Papa Luna, en la cima de la colina, un lugar que desde luego resulta más que interesante por su historia: no sólo fue una peculiar sede papal sino que también era fortaleza de la Orden del Temple.
Pero además de la curiosidad histórica, el viajero de hoy en día disfrutará de una vista impresionante desde las altas almenas: todo está a nuestros pies, el casco antiguo, el delicioso faro, las playas y, por supuesto, el mar de intensos colores.
Un par de importantes complementos harán que nuestro día en Peñíscola sea definitivamente inolvidable: el primero, comer en la terraza de uno de los tranquilos restaurantes de la parte vieja, viendo el mar y disfrutando del sol y de una agradable brisa. No se preocupen por el tiempo: el clima es tan suave que podrán hacerlo en muchísimos días de invierno.
La segunda será acercarnos al pequeño puerto a media tarde a ver la llegada de los barcos pesqueros, observar como se limpian y se descargan los cajones con el pescado recién capturado, tan fresco como que en muchos casos todavía está vivo.
Podemos asistir a la tradicional subasta y, para que la excursión no sea meramente contemplativa, comprar un poco de su fresquísima mercancía a las mujeres que a la entrada del puerto venden el contenido variado de unas pocas cajas pesándolo con una vieja báscula de mano. No es la habitual pescadería de un mercado o del súper, pero tiene más encanto y les aseguro que es imposible comprar pescado más fresco.