Palma de Mallorca: la ciudad de provincias cosmopolita que hace de la vida una obra de arte
Cuando llegas a Palma de Mallorca –al menos si lo haces desde el aeropuerto– la ciudad te ofrece enseguida su mejor cara: el mar a un lado, la Catedral y el palacio de la Almudaina al otro y la luz baja del sol iluminándolo todo como si estuviésemos en una película o en un documental de esos que te hablan de sitios muy lejanos y espectaculares.
Pero no, no es un lugar muy distante –perdonen esta autopromo tan mal camuflada–, sino que está ahí al lado a menos de una hora de Madrid de avión, con decenas de vuelos baratos cada semana. En fin, que no tienen ustedes excusa: hay que ir a Mallorca.
Porque detrás de esa fachada maravillosa que mezcla gótico con yates está una ciudad llena de encanto, llamativamente cosmopolita, muy viva, llena de cultura y de lujo para los que los quieran, de bares y restaurantes tradicionales o de cafés modernos, así como muy europeos. En fin, que hay mucho que contar y disfrutar, así que toca ir yendo al grano.
La Palma más monumental
La Catedral es, sin duda, el gran monumento de Palma de Mallorca. Es también una de las estampas típicas de la ciudad y es lógico: no conozco ninguna catedral europea que ofrezca esa perspectiva, reflejándose en el agua del mar y surgiendo tras el despliegue de barcos de lujo, en un contraste tan anacrónico como fascinante.
Además de eso, la Catedral sería bellísima en cualquier otro sitio: con ese gótico contundentemente vertical pero al mismo tiempo mucho más pesado y sólido que en otras iglesias que tienen un perfil más francés. Su arquitectura de poderosos arbotantes es muy original y eso hace que sea reconocible al primer vistazo e incluso, creo yo, en una foto desenfocada.
Luego, en el grandioso interior, la bóveda se eleva hasta una altura imposible y, de hecho, es una de las más altas del gótico. Pero quizá lo más llamativo sea el gigantesco rosetón mayor, que también es de récord: es el más grande de las catedrales góticas europeas y, además, está situado en un punto peculiar, justo sobre el crucero, antes del altar y dominando la nave central.
No sé hasta qué punto la vidriera actual, instalada tras la Guerra Civil, es similar o no a la original, aunque supongo que no mucho, en cualquier caso el efecto es precioso: los rayos del sol de media mañana se derraman sobre las paredes y crean un efecto que me recordaba a un caleidoscopio. Leo que Gaudí trabajó en la Seu a principios del siglo XX y me da por pensar que los efectos de algunas vidrieras de la Sagrada Familia quizá tengan que ver con ese inmenso rosetón.
Una fantasía llamada Bellver
Junto a la Catedral está el Palacio Real de la Almudaina, casa de reyes de Mallorca, Aragón y España. Hoy es uno de los sitios de Patrimonio Nacional y una visita muy interesante aunque no la calificaría de espectacular.
Más llamativo es, para mi gusto, el castillo de Bellver: en lo alto de una colina desde la que se domina toda la bahía de Palma y prácticamente toda la isla hasta las alturas de Tramontana, su peculiar forma redonda lo hace irresistible como modelo a fotografiar, especialmente su patio en el que el sol de la mañana crea sombras duras con forma de delicado arco gótico.
Las vistas del tejado serán para muchos el plato fuerte de la visita –yo, la verdad, me quedé enamorado de ese patio de cilíndrica perfección– y desde luego, valen mucho la pena, tanto de la ciudad como de la isla, como les decía. Además, hay una exposición con cierto interés –y algún error de bulto– sobre la historia de la ciudad que vale la pena recorrer con tranquilidad.
El Jonquet y Santa Catalina
Desde la altura de Bellver se baja a Palma en un paseo agradable que puede bordear los edificios de grandes hoteles, asomarse al mar y los barcos de lujo y, finalmente, subir de nuevo un poco para pasearse por los que fueran barrios de pescadores de la ciudad.
El Jonquet, más pobre, lleno de encanto y con sus molinos, se asoma a las aguas con su espíritu de pueblecito bastante bien conservado. Santa Catalina se ha modernizado más, ahora es uno de los puntos de encuentro de la ciudad y en sus calles, especialmente La Fábrica, se suceden los restaurantes que aúnan buena mesa, decoración cool y precios razonables.
Antiguo y moderno
De modernidad es, precisamente, de lo último que quería hablarles: de como buena parte de la zona más antigua de Palma, esas calles que salen y llegan al Paseo del Borne y sus cercanías, han mantenido su aspecto antiguo, su encanto de pequeña ciudad, pero al mismo tiempo han abrazado el siglo XXI de una forma completamente desacomplejada.
Palma ha sabido preservarse y preservar algo parecido a una identidad muy local e isleña, pero no ha permanecido indemne a la influencia de sus turistas europeos, de su riqueza visible y disfrutable. Así, y sobre todo en ese centro hermoso de callejuelas estrechas en las que el sol casi no llega a la acera y de plazuelas tranquilas en las que sólo puede aparcar un coche, se ha llenado de boutiques lujosas de marcas carísimas, escaparates cuidados, ropas, muebles, complementos o bebidas de la más alta calidad, galerías de arte que exponen obras tan atrevidas que a la mayoría ni siquiera le parecerán arte… Todo sin renunciar a restaurantes típicos y tradicionales y comercios de-toda-la-vida como las deliciosas pastelerías –los forns–, que se ofrecen gozosas a la vista, el olfato y, por supuesto, el paladar.
Así, la ciudad ha logrado lo que a priori es casi un oxímoron: ser una entrañable capital de provincias y al mismo tiempo una ciudad extraordinariamente cosmopolita y uno puede tomarse un chocolate estupendo y una ensaimada absolutamente exquisita en Can Joan de s'Aigo, exactamente igual que hace 320 años, después comprar la última moda que se encontraría en Zúrich, Londres o Múnich y acabar disfrutando de una llagosta –un bocadillo caliente típico a pesar de la promesa marina del nombre– en Bocsh, de las de-toda-la-vida.
Una vida que incluso al viajero que sólo se pasa unos días por Palma le queda bastante claro que en ese rincón del Mediterráneo que tan bien ha juntado lo viejo con lo nuevo es especialmente bella y amable, suave y sabrosa como esas ensaimadas que, se lo juro, no tienen nada que ver con las de Madrid.