Incluso en un país tan pequeño como Israel Masada está lejos: dos horas de autobús desde Tel Aviv en las que uno tiene la sensación de recorrer casi un continente empezando por la gran ciudad moderna y terminando en el desierto absolutamente árido, pero además pasando entre medias por las pequeñas aldeas o por zonas casi boscosas.
Lo mejor, no obstante, empieza cuando en mitad de una pronunciada pendiente la carretera deja su derecha una vistosa señal que marca el nivel del mar. A partir de ahí nos adentramos no sólo en un desierto que cada kilómetro parece más árido y más agresivo, sino en un terreno que tiene algo de mágico, ya que no de desconocido: las profundidades del punto más bajo que alcanza la tierra firme en todo el planeta.
Un poco más adelante llegamos prácticamente a la orilla cada vez más lejana del Mar Muerto: sus aguas espesas están tan quietas que si tiras una piedra puede que las ondas lleguen a Jordania, en la otra orilla, y reflejan la luz del sol en varios tonos de azul que forman dibujos abstractos sobre la superficie, plana como una plancha de metal.
Pero nuestro destino no es, por ahora, el Mar Muerto, así que el autobús sigue bordeando la costa del lago más salado del mundo hasta que unos kilómetros más al sur se desvía a la derecha en dirección a Masada, uno de los lugares más asombrosos en un país como Israel, lleno de sitios especiales y sorprendentes.
Masada es una oportunidad para acercarse a la historia de una forma extraordinariamente viva y en un escenario de una espectacularidad y una belleza tan abrumadoras que uno llega a pensar que no del todo real, que dejan en el viajero un poso de incredulidad: ni siquiera viéndolo te lo acabas de creer.
Remontándonos casi 2.000 años, tengo que empezar por contarles que Herodes el Grande el que amplió una pequeña fortaleza en Masada, una meseta de paredes verticales y prácticamente inexpugnable. El rey judío creo un gran complejo que al mismo tiempo era un palacio y un lugar en el que resistir un hipotético asedio: tenía, por ejemplo, un ingenioso sistema para recoger agua y guardarla en grandes aljibes.
La fama de Masada, lo que le ha convertido en un mito ocurrió unos años después: durante la rebelión judía que empezó en el año 66 y aprovechando que sólo había una pequeña guardia romana es tomada por un grupo de judíos muy radicales, que se refugian al completo allí en el año 70, tras la destrucción del Templo de Jerusalén. En total eran un millar de personas que se convierten en el último reducto que resiste a los romanos, como una aldea gala pero sin pócimas mágicas.
Como los romanos no se andaban con chiquitas envían a un ejército de unos 9.000 hombres y ponen cerco a la fortaleza. Llegan a Masada y siguen el procedimiento habitual en estos casos: construyen ocho campamentos y un muro que rodea la fortaleza. Nadie puede escapar ya y eso crea, además, una presión psicológica en los sitiados. Es lo mismo que hicieron, por ejemplo, en nuestra Numancia, pero con una gran diferencia: tanto los campamentos como el muro se conservan aún, sus ruinas son perfectamente visibles desde la fortaleza.
Cuando los romanos constatan que los judíos no tienen intención de rendirse empiezan el asedio y lo hacen a lo grande: construyen una gigantesca rampa de tierra para llegar a la altura de las fortificaciones. Buena parte de esa rampa es aún visible también, la historia está, como les digo, viva de una forma especial en Masada.
El asunto acaba tan mal como suelen acabar estas cosas: cuando constatan que van a ser derrotados y esclavizados los judíos prefieren matarse unos a otros y cuando llegan los romanos a la cima no queda nadie. O al menos esa es la historia oficial que ha servido para que en Israel se construya alrededor de Masada un cierto mito nacional -como en España se hizo con Numancia- que hoy en día algunos historiadores y arqueólogos cuestionan un tanto, sin dejar de aceptar la mayor parte de la historia, aunque esa es otra discusión que no podemos tener ahora.
Lo primero es el paisaje impresionante que te rodea: el Desierto de Judea, las montañas y los acantilados a su alrededor y al fondo el Mar Muerto. Como les decía, es un lugar de una belleza sobrecogedora.
Y lo segundo un sitio arqueológico prodigioso, porque las condiciones climáticas del desierto han permitido un grado de conservación impresionante. Se han realizado también algunos trabajos de reconstrucción –siempre dejando claro qué parte es original y qué parte está reconstruida- y con todo podemos tener una idea muy buena de lo que era la fortaleza, de lo que eran las distintas estancias del palacio de Herodes…
Se pueden ver los almacenes, las termas, los palomares, las cisternas, se puede subir a la muralla y asomarse para ver los campamentos romanos a la misma distancia a la que los veían los sitiados… Uno de esos lugares, en suma, en los que no hay que tener mucha imaginación para viajar en el tiempo.
El viaje a Masada nos da, además, una oportunidad que no se puede despreciar: conocer el Mar Muerto, un rincón del mundo absolutamente único por algo que va más allá de las razones naturales que todos ustedes saben.
Porque sí, es el lugar más profundo de la tierra; y sí, es el agua más salada del mundo, eso está en los libros, lo que no está en los libros es esa superficie plana como un espejo en la que todo se refleja con precisión óptica; es esa atmósfera densa y silenciosa, un tanto mágica; es ese atardecer que hace diluirse a las montañas jordanas a sólo unos kilómetros pero que parecen en otra galaxia…
Luego está la experiencia del baño, por supuesto, insólita y para mí un tanto desagradable –sientes el mismo picor que sentirías metido en salmuera, porque al fin y al cabo estás metido en salmuera- pero que no hay que dejar de hacer al menos una vez en la vida porque es irrepetible.
Pero yo, la verdad, prefiero quedarme en la orilla, contemplando esa maravilla, ese un paisaje de una increíble belleza, desolada, salada pero verdaderamente alucinante, donde romper la lisa uniformidad del agua podría tener algo de herejía o, mejor dicho, quizá sería como invadir otro mundo.