He hablado ya un montón de veces de las muchas sorpresas que es capaz de darte -desde el punto de vista de los viajes, lo otro mejor lo olvidamos- este bendito país que es España. En ocasiones incluso al lado de lo que uno más conoce: unos pocos kilómetros pueden separar tu casa o tu segunda residencia de, por ejemplo, un valle sorprendente, inesperado, bellísimo.
Exactamente eso fue lo que me paso al descubrir este pasado invierno la Vall de Gallinera, un pequeño valle en el norte de Alicante, a menos de media hora del lugar de origen de mi familia, en el que tanto tiempo he pasado. El caso es que había oído hablar mil veces sobre este rincón, pero nunca me había aventurado por allí.
Aunque aquellos que no la conozcan probablemente no lo sepan, Alicante es una provincia muy montañosa y más en esa zona al norte, llena de sierras rocosas que separan entré sí a una colección casi infinita de valles, a veces amplias cuencas con fronteras bien definidas en las cumbres que se ven desde todos sus pueblecitos; en ocasiones hondonadas más pequeñas y estrechas que están como encerradas sobre sí mismas.
La Vall de Gallinera es uno de estos últimos: nace casi en el corazón de este área montañosa y va descendiendo hasta allí donde el terreno se abre en una planicie que acaba en el mar, no muy lejos de algunos puntos muy turísticos de la costa alicantina como Jávea o Denia. Un contraste curioso con ese pequeño valle, que parece a mil kilómetros de lo que se ha considerado tradicionalmente el turismo en el Levante español.
No hay prácticamente nada grandioso ni epatante en la Vall de Gallinera, sólo un paisaje sencillo de pinos y árboles frutales, sobre todo cerezos que sí dan un toque más espectacular, pero sólo las escasas semanas en las que florecen al inicio de la primavera.
Encajonado entre las elevaciones que le dan forma, el valle se va recorriendo a través de una carreterita estrecha que enlaza sus ocho minúsculos núcleos de población, que apenas suman unos 800 habitantes en un único ayuntamiento.
Todo es modesto pero lleno de encanto: los pueblecitos nos sorprenden después de alguna curva, se diría que salidos de un belén navideño: no más de unas decenas de casas, apelotonadas alrededor de unas iglesias modestas de campanarios bajitos que de lejos parecen de juguete.
Son tranquilos, hay poco tráfico -aunque quizá esto cambie llegada la temporada turística- y la vida transcurre varias marchas más lenta que en una ciudad como Madrid y, estoy seguro, también como las no tan lejanas Valencia y Alicante. La gente es amable y en las tiendas locales se venden embutidos de la tierra, sabrosos y auténticos como el propio paisaje.
El panorama y los pueblos son tan mediterráneos que podríamos estar en Sicilia, por ejemplo, e incluso le encontramos un aire morisco -no en vano esta era zona la que más moriscos tenía prácticamente de toda España- aunque haga cuatro siglos de eso. Pero ese pasado sigue presente al menos en los nombres varios de los ocho pueblecitos del valle -Benirrama, Benialí, Benissivà, Benitaia, La Carroja, Llombai, Alpatró y Benissili- en los que se evidencia ese origen árabe y esos cientos de años de historia en los que, sin embargo, casi podríamos decir que no demasiadas cosas parecen haber cambiado.
Un camino asfaltado que parte desde Benissivà nos permite encaramarnos en la montaña incluso en un coche sencillo, no hace falta que sea todoterreno. Cuestas que reventarían al mejor pelotón ciclista del mundo, curvas completamente cerradas y unas preciosas vistas como premio cuando llegamos al Mirador del Xap: todo el valle se despliega de izquierda a derecha y, al fondo, el azul del mar y los edificios de las localidades costeras y turísticas.
En esa misma sierra rocosa está la Peña Forada, una formación rocosa con un gran agujero en la piedra que es la pincelada más espectacular que la naturaleza le ha regalado al valle.
A algo más de 700 metros de altura, cuenta la tradición que dos veces al año los rayos del sol atraviesan el gran orificio en la roca e iluminan el lugar en el que los franciscanos construyeron un convento en el siglo XVII, justo después de la expulsión de los moriscos. Y, no por casualidad, se trata de los días de San Francisco y Santa Francisca -4 de octubre y 9 de marzo-, es otro de los secretos que guarda este valle que es en sí mismo uno de los más bonitos secretos de Alicante.