Tiene fama Grazalema de ser el sitio de España en el que más llueve, no es cierto del todo aunque sí es verdad según se mire: es el pueblo de nuestro páis donde más ha llovido en un único año, allá por los setenta si no me informaron mal o he confundido yo mis recuerdos, que también podría ser. Es el típico dato que se da para certificar lo variadas y sorprendentes que son España y Andalucía: no, el sitio más lluvioso no es Galicia, por ejemplo, sino un pueblo de la provincia de Cádiz.
Lo que se puede afirmar sin dudar es que es un sitio en el que llueve mucho, e incluso me habría atrevido a decirlo sin conocer el dato histórico: justo en el momento en el que, tras una curva, el pueblo apareció blanco de cal al fondo de un valle tapizado de un verde verdísimo, roto aquí y allá por el gris contundente de algunas formaciones rocosas.
"Qué sitio tan bonito", pensé, buscando ya un espacio en el que poder dejar el coche y hacer una foto. Fue una frase –"qué sitio tan bonito"- que no pude quitarme de la cabeza prácticamente en todo el tiempo que estuve en Grazalema, recorriendo sus calles blanquísimas, empedradas y en cuesta, tranquilas y silenciosas en mi primer paseo de tarde, en la que prácticamente nadie se cruzaba con aquel periodista con pinta de despistado y cargado con un pesado equipo fotográfico.
A la mañana siguiente, el pueblo estaba mucho más animado: grupos de excursionistas se asomaban al imponente mirador junto a la plaza, entraban y salían de las tiendas y se hacían fotos aquí y allá. Mientras, los indígenas se aventuraban en las calles, se saludaban unos a otros y llenaban los bares -qué tiempos aquellos en los que se llenaban los bares sin miedo ni problemas- de aquel ajetreo de platos voces y risas del que ya casi no nos acordamos.
Tampoco es que hubiese mucho trajín, no crean, en un día entre semana Grazalema seguía siendo un pueblo tranquilo de casas blancas y calles blancas que suben paralelas hacia la parte alta de la colina, hasta alcanzar e incluso superar la graciosa espadaña de la Iglesia de San José, complemento perfecto para la sucesión de tejas y muros encalados.
No es Grazalema pueblo de grandes monumentos sino más bien de pequeños encantos que, eso sí, se acumulan en una cantidad extraordinaria. Uno de ellos es el barrió nazarí: unas pocas calles un poco fuera del trazado del pueblo y que tienen un aire todavía más rural, como de pequeña comunidad aún más tranquila y relajada que el resto del apacible Grazalema.
En este mínimo conjunto de callejas está la Fuente de Abajo, con ocho caños que surgen de las bocas de otras tantas cabezas un tanto toscamente labradas en la piedra. Como no podía ser de otra manera, los chorros son de un agua pura y fresquísima, tal y como deben haber sido desde a saber cuantos siglos. De hecho, dicen que las caras de los caños son de origen romano; sinceramente, muy romanas no me parecieron, pero no andábamos lejos de yacimientos y calzadas, así que vayan ustedes a saber.
También merecen una visita las dos iglesias de la villa y, algo más original, la vieja fábrica de prendas de lana en la que siguen haciéndose mantas o bufandas de una calidad al parecer extraordinaria y que, aunque no vayan a comprar una frazada o una capa, tiene en un viejo almacén unos cuantos ejemplos de maquinarias antiguas que yo creo que deberían cuidarse más e incluso formar parte de algún museo local, pero que mientras tanto se pueden ver sin que nadie te diga nada ni te impida hacer fotos.
La lana es, por supuesto, parte de una historia que también está en los deliciosos quesos de la Sierra de Grazalema, aunque quizá el más típico sea el de cabra payoya, una variedad endémica de aquellas montañas. Lo que nos lleva a otra virtud de la zona que es la gastronomía: mira que se come bien y con platos orgullosamente locales en cada pueblo.
Pero aunque Grazalema es en sí mismo un pueblo precioso, el sentido del viaje no estaría completo sin tener en cuenta la espectacular la naturaleza que lo circunda, que me dejó con la boca abierta a pesar de que lo cierto es que no tuve oportunidad de conocerla a fondo.
Sí pude subir a los dos puertos de montaña que flanquean las salidas de la ciudad hacia el norte y desde los que se puede conocer bien el paisaje de esa parte de Cádiz. El primero de ellos es el puerto del Boyar, un ascenso en una pendiente pronunciada que sube más bien entre estrecheces hasta que en su cima se abre en un mirador de los más hermosos que me encontrado en España: desde la altura -a unos 1.100 metros- se despliega ante nuestros ojos todo el parque natural de la Sierra de Grazalema, cadenas de montañas que van alejándose y, a un fondo decenas de kilómetros más allá, una franja fulgurante del resplandor del mar.
El que vi allí fue, probablemente, el atardecer más bello que he visto nunca sin estar en la costa, quizá sólo comparable a las puestas de sol sobre la Alhambra vistas desde los miradores del Albaicín, aunque eso es, ustedes lo entenderán, otra cosa.
El segundo alto de montaña lo atravesé ya en mi camino hacia Setenil de las Bodegas, maravillado según la carretera se elevaba y se elevaba dejando ver un paisaje de valles verdes con el que las nubes parecían querer jugar, pasando bajas y enredándose en las ramas altas de los pinos. Los bosques y las zonas de cultivo se sucedían sin traumas en un entorno en el que la naturaleza y el hombre se daban la mano.
Se trata del puerto de las Palomas, que llega hasta más arriba de los 1.350 metros. Estábamos a principios de diciembre y, aunque en la parte baja el tiempo era mucho más de otoño que del ya cercano invierno, en lo alto hacía un frío considerable. Aún así, era imposible no pararse y quedarse extasiado con las vistas que, a uno y otro lado de las cumbres, parecían no tener final: dos andalucías bellísimas se extendían ante mis ojos y me llamaban, una más verde y montañosa que iba como rodando hasta el mar, la otra dorada y azul, de un cielo limpio y amable, que parecía no tener fin.
No es extraño, pensé, que los hijos del desierto que llegaron hace tanto tiempo a esa zona pensasen que estaban ante un paraíso. Lo era para ellos entonces y, a su modo, trece siglos después lo sigue siendo o debería seguir siéndolo para nosotros. Un paraíso cercano y accesible incluso en estos tiempos oscuros. No dejen de conocerlo.