Las playas no son para el verano
Aquellos que lean con cierta asiduidad este blog sabrán que, por decirlo de alguna forma, soy un tanto “rarito” en mis preferencias viajeras; así que tampoco les extrañará tanto que les diga que me gustan las playas, sí, pero no en verano.
Les cuento esto porque, por motivos que poco o nada han tenido que ver con el turismo, este fin de semana he estado en la playa de Gandía, y he de decir que en estos días fuera de temporada, resulta un lugar muy interesante, relajante, con un toque de agradable abandono, sin los agobios y los amontonamientos propios del verano.
Así, aun sin poder bañarse, tienes la sensación de que todo el mar está a tu disposición, y paseas por la arena prácticamente sólo, viendo corretear libremente a tu niña (caso de tenerla) sin tener que preocuparte de que llene de arena a alguna osada vieja en topless o de que pase por encima del castillo de arena de otro pequeñín.
Además, también están confortablemente vacías y desiertas las pequeñas ciudades (algunas no tan pequeñas) que se han construido alrededor de las playas, con sus edificios altos de apartamentos, sus locales de venta de bikinis, sus restaurantes de bufet libre y sus diversas atracciones para los turistas (que no es lo mismo que atracciones turísticas).
No hay muchos bares y restaurantes abiertos, pero suelen ser los mejores, aquellos que no viven sólo de la avalancha veraniega y, además, hay sitio para comer, cenar o, simplemente, tomar una cerveza o un café frente al mar.
Por supuesto reina un silencio agradable, casi mágico, que no pueden romper los pocos coches y que permite que el sonido de las olas meza nuestro sueño como si durmiésemos a diez metros del mar. No hay cuadrillas de borrachos, ni tuneros con el subhúfer a toda mecha que nos sobresalten en plena noche o en la hora sagrada de la siesta, ni hay karaokes o terrazas musicales y, por no haber, ni siquiera está la mujer que llama a gritos a Jéeeeeeesssssiiiiicaaaaaaaa.
Ya sé que por todo esto se paga un precio que para algunos es alto, casi insoportable: no puedes bañarte en el mar (o, al menos, tienes que ser un auténtico valiente para hacerlo) y tampoco suele ser el momento propicio para tostarse al sol. Ambas son actividades respetables e incluso puedo llegar a practicar la primera en determinados momentos (la segunda jamás), pero he de decirles que en la mayoría de las ocasiones eso no me compensa por los agobios, los ruidos y los calores de la playa veraniega.
Por último, sólo en esas circunstancias es posible sacar fotos decentes del mar, sin la marea humana que impide ver otra cosa que un amontonamiento de sombrillas y cuerpos sudorosos. Y sobre los cuerpos, no se engañen, aunque nos pueda parecer lo contrario porque tendemos a autoengañarnos las garotas de Ipanema (o los garotos, ustedes ya me entienden) son una minoría en un ambiente fofo, peludo y celulítico.
Así que al final, si es sólo por eso, tampoco vale la pena.
Les cuento esto porque, por motivos que poco o nada han tenido que ver con el turismo, este fin de semana he estado en la playa de Gandía, y he de decir que en estos días fuera de temporada, resulta un lugar muy interesante, relajante, con un toque de agradable abandono, sin los agobios y los amontonamientos propios del verano.
Así, aun sin poder bañarse, tienes la sensación de que todo el mar está a tu disposición, y paseas por la arena prácticamente sólo, viendo corretear libremente a tu niña (caso de tenerla) sin tener que preocuparte de que llene de arena a alguna osada vieja en topless o de que pase por encima del castillo de arena de otro pequeñín.
Además, también están confortablemente vacías y desiertas las pequeñas ciudades (algunas no tan pequeñas) que se han construido alrededor de las playas, con sus edificios altos de apartamentos, sus locales de venta de bikinis, sus restaurantes de bufet libre y sus diversas atracciones para los turistas (que no es lo mismo que atracciones turísticas).
No hay muchos bares y restaurantes abiertos, pero suelen ser los mejores, aquellos que no viven sólo de la avalancha veraniega y, además, hay sitio para comer, cenar o, simplemente, tomar una cerveza o un café frente al mar.
Por supuesto reina un silencio agradable, casi mágico, que no pueden romper los pocos coches y que permite que el sonido de las olas meza nuestro sueño como si durmiésemos a diez metros del mar. No hay cuadrillas de borrachos, ni tuneros con el subhúfer a toda mecha que nos sobresalten en plena noche o en la hora sagrada de la siesta, ni hay karaokes o terrazas musicales y, por no haber, ni siquiera está la mujer que llama a gritos a Jéeeeeeesssssiiiiicaaaaaaaa.
Ya sé que por todo esto se paga un precio que para algunos es alto, casi insoportable: no puedes bañarte en el mar (o, al menos, tienes que ser un auténtico valiente para hacerlo) y tampoco suele ser el momento propicio para tostarse al sol. Ambas son actividades respetables e incluso puedo llegar a practicar la primera en determinados momentos (la segunda jamás), pero he de decirles que en la mayoría de las ocasiones eso no me compensa por los agobios, los ruidos y los calores de la playa veraniega.
Por último, sólo en esas circunstancias es posible sacar fotos decentes del mar, sin la marea humana que impide ver otra cosa que un amontonamiento de sombrillas y cuerpos sudorosos. Y sobre los cuerpos, no se engañen, aunque nos pueda parecer lo contrario porque tendemos a autoengañarnos las garotas de Ipanema (o los garotos, ustedes ya me entienden) son una minoría en un ambiente fofo, peludo y celulítico.
Así que al final, si es sólo por eso, tampoco vale la pena.
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It's a good artical.