Desde la azotea del encantador Hotel Rural Victoria se ve casi toda La Orotava bajando la ladera montañosa en la que se encuentra y con el mar de fondo. Estamos bajo el manto de nubes que rodea tantas veces al Teide, pero al fondo se ven el cielo azul y un océano que va del verde a otro tono azul, marino y bellísimo.
Es una tarde tranquila, hemos comido de maravilla en el restaurante del hotel y la isla de Tenerife nos sonríe mostrándonos una cara gourmet y simpática que nos hace sentir privilegiados bon vivants. Y lo cierto es que eso es exactamente lo que somos, al menos en ese momento.
La Orotava es una de las villas históricas de la isla, como La Laguna por poner otro ejemplo, sus calles empedradas descienden hacia el mar -siempre presente como un hermoso telón de fondo, aunque la ciudad está a unos kilómetros de la línea de costa- con grandes casas de piedra construidas salvando el desnivel de las calles y con unos balcones de madera que les dan un estilo a la vez particular y muy canario.
Una de ellas, quizá la más espectacular es conocida precisamente como la Casa de los Balcones, un ejemplo precioso de arquitectura canaria nada más y nada menos que del siglo XVII -atentos al patio que es una verdadera maravilla- en el que se pueden encontrar varias cosas además del propio edificio, sobre todo un encantador Museo de Usos y Costumbres que ofrece una mirada curiosa sobre cómo se vivía en canarias hace doscientos años.
Un poco más abajo de la empinada calle está el espectacular edificio del Ayuntamiento, un enorme palacio neoclásico que para sí quisieran muchas capitales de provincia españolas. Detrás de él un pequeño y encantador jardín, en el que un enorme drago nos recuerda que estamos en Canarias y unas espectaculares aves del paraíso nos descubren una flor de una belleza hipnótica.
Muy cerca también, calle abajo, la Iglesia de la Concepción, quizá no muy grande, pero de un precioso y original barroco isleño, un punto colonial, en consonancia con ese aire que tiene La Orotava y que encontramos en los pueblos más bonitos de Tenerife, ese toque un poco cubano tan agradable, tan lejano como del otro lado del Atlántico, pero que a la vez es tan nuestro.
Puerto de la Cruz es muy diferente, a pesar de que está sólo unos kilómetros más abajo en la ladera da la sensación de encontrarse en otra isla: el sol ha salido ya sin la protección del manto de nubes del Teide, y el mar no es un gama de azules en la lejanía sino una presencia casi total: lo vemos, lo oímos y lo olemos.
Para el viajero peninsular, como el que esto escribe, la primera sorpresa es la arena negra de la playa de Martiáñez, que nos recuerda que estamos a los pies de un volcán y transmite una sensación que es al mismo tiempo de fascinación pero en la que también hay un cierto rechazo instintivo: es imposible en unos minutos desacostumbrarse a toda una vida de arenas blancas. Y aún así no puedes dejar sentir ganas de sentir y tocar eso tan extraño.
Junto a la playa está el Complejo Costa Martiánez, un curioso espacio con piscinas, un lago de agua marina, palmeras… Su parte paisajística es obra del genial César Manrique y, como todas las suyas, tiene algo especial: hay una elegancia única en cómo se suceden el agua, la piedra volcánica y las paredes encaladas de un blanco de nieve.
Justo en la fachada marina de la zona, probablemente hoy sería difícil hacer algo así y es posible que muchos lo considerasen incluso una especie de sacrilegio, pero como otras muchas cosas de las que Manrique hizo en sus amadas islas, no hay que evaluarla desde los estándares actuales tan diferentes, sino tener en cuenta qué alternativas se habrían podido dar en emplazamientos así en los años 60 y 70.
Sea como sea, todo el complejo es hoy en día un lugar precioso en el que disfrutar del sol, del océano y de una forma de turismo tranquilo que me gusta. Es, sin duda, uno de los grandes atractivos de este rincón en el norte de Tenerife que tiene otros muchos: una vieja y encantadora zona en la que se preserva lo que fue un pequeño puerto de pescadores, el famoso Loro Parque…
Y, por supuesto, la proximidad al Teide y a un interior que está tan cerca como La Orotava, a sólo media docena de kilómetros con los que parece que nos traslademos a otro Tenerife e, incluso, a otra época.