Hace unas semanas pensaba, mientras visitaba la Catedral de Córdoba acompañado por mi mujer y mi pequeña hija de tres años y medio, la suerte que tenía ésta porque ya tan jovencita puede tener oportunidades de viajar y conocer sitios bonitos del mundo.
Y es que aunque por diversas razones no hemos viajado mucho en familia desde que ella nació, yo tuve que esperarme hasta los diez años para hacer el primer viaje turístico que recuerdo y pasar mi primera noche en un hotel. Además, fue algo tan modesto como un par de días en Valencia.
No obstante, pese a su modestia recuerdo aquel viaje con mucho cariño, por varias cosas y porque además tiene algunas anécdotas inolvidables. Así que prepárense para una pequeña sesión de nostalgia que allá vamos.
Mi primer viaje fue un caso curioso, ya que nació precisamente para ser mi primer viaje, es decir, el propósito de aquellos dos días en Valencia no era otro que airear un poco al niño y que viese que era eso de pasar una noche en un hotel, así que se organizó lo que a mi me parecía una apasionante aventura: ir en autobús de Madrid a Valencia (en el viejo Autores que luego tanto transité por otros motivos), pasar allí una noche y luego viajar hasta el pueblo en otros dos autobuses.
En aquella aventura digna de Stanley no iba solo, les recuerdo que sólo tenía 10 años, sino que me acompañaba mi tío Camilo, hermano de mi madre que vivía con nosotros en Madrid, y que iba a enseñarme la Valencia de su juventud, en la que había hecho sus estudios de Bellas Artes.
Les llamará la atención que recuerde con exactitud la fecha de mi viaje: fue el 21 de diciembre de 1983, no es que mi memoria para las fechas sea prodigiosa sino que esa misma noche se jugó uno de los partidos de fútbol más famosos de la historia de España, que yo me perdí lamentablemente: el 12 a 1 a Malta.
Recuerdo atravesar la ciudad en el 850 (sí sí, he llegado a subir en un 850) de un amigo escuchando por la radio la primera parte y pensar que si entonces no pasaban del 3 a 1 no íbamos a hacer la machada ni de coña. Lo único que me consuela de haberme perdido aquello es que también estábamos en algo casi histórico: fuimos a un viejo teatro en la Calle Caballeros (supongo que el actual Talía pero no estoy seguro) a ver el primer espectáculo puesto en escena por Tricicle, con el que me partí el pecho de la risa, casi literalmente.
Como siguen haciendo décadas después, los tres miembros de la compañía salían a la puerta del teatro a saludar y despedir a su público, así que pude hasta tocar a los artistas, algo que me pareció espectacularmente emocionante. Desde entonces tengo un especial cariño por estos tres cómicos, con los que he vuelto a reírme en el teatro en varias ocasiones y en la televisión muchísimas veces.
Sigo contándoles mi aventura: dormimos en un hotel en plena Plaza del Ayuntamiento, creo que fue el Hostal Venecia, aunque tampoco puedo asegurarlo. Por supuesto, me pareció algo cuyo lujo y magnificencia sólo se podían comparar al Taj Majal, y dormí como un lirón tras las risas del Tricicle.
Para desayunar fuimos a lo que era un local mítico en Valencia, Barrachina, una cafetería gigantesca (bueno, me pareció gigantesca entonces, supongo que no lo sería tanto) también en la Plaza del Ayuntamiento y que cerró años después para consternación de varias generaciones de valencianos.
Barrachina era la típica cafetería "moderna", como algunas de Madrid creadas en los años cincuenta y que se distinguían por sus horarios de apertura, hasta muy tarde y desde muy pronto, y por mantener siempre la cocina abierta, aunque fuese para hacer bocadillos, sándwiches o platos combinados. Al mismo tiempo servían helados, cócteles... una especie de antecesor de los Vips pero con más estilo, mejor comida y un servicio esmerado.
¡Ay que tiempos! Ahora de Barrachina no hay más que unos pocos relatos nostálgicos en internet, de gente que recuerda sus míticos bocadillos de blanco y negro (salchichas blancas y butifarra, muy típico de Valencia y ciertamente delicioso). Yo, sin embargo, creo recordar que me decidí por unas fresas con nata, que también eran famosas, aunque en hecho de que era diciembre me hace desconfiar de mis propios recuerdos.
Esa mañana del viaje la dedicamos a recorrer el centro de Valencia por el que mi tío Camilo había pasado sus años de bohemia estudiantil, visitando el viejo Barrio del Carmen, que por entonces se había convertido en el típico entorno degradado del centro de las ciudades en los 80 (aunque también tenía cierto encanto); la antigua facultad de Bellas Artes de San Carlos y hasta la casa de comidas en la que años antes el bueno de mi tío (y ahora que escribo esto veo como sigo echándole de menos tantos años después) se tomaba el menú del día incluso dejándoselo a deber a una dueña que hacía de tabernera y también un poco de madre de los estudiantes.
Después, otra larga tanda de autobuses hasta llegar al pueblo (por aquel entonces TODAS las carreteras eran de doble sentido) dió final al primer viaje turístico de mi vida.
Lo dicho: ¡Qué tiempos!