Pese a su naturaleza agreste y hostil, o quizá precisamente por ella, los desiertos me han resultado siempre un atractivo lugar al que viajar, aunque en realidad los he conocido muy poco y no he hecho, todavía, ningún viaje “al desierto”.
Y eso que el Sahara ha sido de lo poco que he visto del desierto, obviamente en mi viaje a Egipto en el que la presencia del desolado mar de piedra y arena es una constante, aunque sea como fondo del decorado, aunque los templos y el propio Nilo le hurten el protagonismo.
Sin embargo el desierto siempre está ahí, unos metros más allá de las Pirámides, si levantamos la vista por encima del vergel de las orillas cuando navegamos por el río, incluso nos adentramos literalmente en él (un desierto lleno de turistas, que no es lo mismo, claro) al visitar lugares como el Valle de los Reyes o el impresionante templo de Hapshetshut.
Desiertos que están (o estuvieron) llenos
Aunque casi ninguno lo esté realmente, hay desiertos que traicionan a su denominación con una rica historia, épocas en las que estaban llenos de gente cuyos vestigios todavía podemos encontrar y que hace que nos preguntemos cómo podían vivir allí y, sobre todo, qué comían y bebían.
Es el caso de uno de los puntos más famosos del desierto de Judea, Masada, de la que también he escrito por aquí y que está en uno de los lugares más desolados y bellos que he conocido en mi vida. Un desierto que tiene además la ironía de tener un lago con abundante agua… pero que ésta esté más que salada: desde la propia Masada la vista alcanza a contemplar ese otro peculiar desierto acuático que es el Mar Muerto.
FOTOS
Vean mis fotografías de Timanfaya en Flickr.
Y también las de Masada.