
La dura pero apasionante guerra entre Holanda y el mar
A través los siglos Holanda se ha empeñado no sólo en resistir la fuerza del Atlántico sino incluso en ganarle terreno.

En Holanda se conservan registros de inundaciones catastróficas desde el siglo XII. Probablemente eso quiere decir que ya antes las hubo, pero al menos se pueden constatar con seguridad unos 900 años de catástrofes que, cada cierto tiempo, arrasaban el pequeño país y causaban cifras desproporcionadas de muertes.
Así que los holandeses de las distintas épocas han venido luchando contra el mar la guerra más larga que haya vivido Europa, casi un milenio, dando prueba de ser un pueblo ingenioso, emprendedor y, todo hay que decirlo, bastante cabezota.
Pero una cabezonería muy creativa, tanto como para que de ella, de esa negativa a irse a un sitio con menos problemas y más fácil, ha nacido todo un país tal y como lo conocemos hoy en día y que, de no ser por los diques, las bombas y los molinos, estaría literalmente bajo el agua en nada más y nada menos que el 90% de su superficie.
La guerra a la antigua: el Kinderdijk
El observador atento verá en todo el país los signos de esa guerra: los diques, las zonas por debajo del nivel del mar o del río, los miles de canales… pero sin duda uno de los mejores lugares para ver cómo se libraba hace casi tres siglos es el Kinderdijk, un conjunto de molinos de viento construidos alrededor de 1.740.

Los molinos de viento son una tradición en Holanda y también parte del presente: hoy por hoy hay generadores eléctricos a miles, pero las modernas máquinas para crear electricidad no tienen ni la décima parte del encanto de los viejos molinos, tan hermosos que han acabado siendo un símbolo del país. Y el Kinderdijk es algo así como el no va más en el tema: es un conjunto de 19 de ellos, que usaban la fuerza del aire para sacar agua del pólder –el terreno bajo ganado al mar o a lagos- y que casi tres siglos después podrían seguir haciendo parte del trabajo, aunque se utilice para ello dos modernas y enormes bombas de agua accionadas por energía eléctrica.
El lugar, que es Patrimonio de la Humanidad según la lista que elabora la UNESCO, tiene un centro de interpretación que nos explica la compleja estructura de canales a diferentes niveles por los que los molinos movían el agua hasta sacarla de la zona inundable. Junto al centro se pueden ver las dos gigantescas bombas que son ahora las encargadas de echar el agua al río cuando la marea está baja.
La zona se puede recorrer en una pequeña barca que tiene varios puntos de parada, y también a pie o en bicicleta por los caminos que la cruzan. Personalmente me parece que lo mejor es pasear entre los molinos y tomarse tiempo para ver –y fotografiar, si es el caso- las diferentes perspectivas. Además, dos de los molinos se pueden visitar y nos muestran como se vivía en ellos, porque por supuesto también eran viviendas, un par de siglos atrás. Incluso es posible verlos en funcionamiento y comprobar como la viejísima maquinaria aún es capaz de funcionar como si los siglos no hubiesen pasado por ella.
El gran dique impronunciable
El –cojo aire- Oosterscheldekering –respiro de nuevo- no es sólo es, probablemente, el dique de nombre más impronunciable del mundo, sino que es también la más imponente obra del Plan Delta, el último capítulo de la guerra de Holanda contra el mar.

Una vez más fue el océano el que desató las hostilidades: en la noche del 31 de enero de 1953 se combinaron una tormenta muy fuerte y una marea viva –la más alta posible- supuso que los diques cedieran y el mar y las aguas se adentrasen por billones de litros en las tierras bajas que forman la mayor parte del páis.
Murieron casi 1.900 personas, centenares de miles de animales se ahogaron, y unas 200.000 hectáreas resultaron inundadas. Y Holanda dijo que ya era suficiente: se puso en marcha una solución que iba a suponer décadas de trabajos e iba a costar miles de millones, el Plan Delta.
Se han construido diques, se han elevado y reforzado los que ya había, se han hecho presas y esclusas… y de todas esas obras probablemente el –cojo aire- Oosterscheldekering –respiro de nuevo- es el más impresionante: ocho kilómetros de enormes diques con compuertas móviles y, además, dos islas artificiales, una de ellas también muy grande.

Lo mejor es que el dique es visitable: en la gran isla artificial encontramos un centro de visitantes en el que nos cuentan la compleja relación entre Holanda y el mar y, sobre todo, un al paso al interior del monstruo de cemento armado y acero. Recorremos varias secciones del túnel interior y hasta podemos pasear sobre una de las grandes compuertas, comprobando según la hora, la inmensa y amenazante fuerza de la marea.
La tierra imposible
Pero durante los muchos siglos de esta batalla los holandeses no se han limitado a contener el mar: en su osadía incluso se han atrevido a ganarle terreno aquí y allá construyendo pólderes cada vez más grandes, cada vez más ambiciosos.
Una ambición que ha tenido su punto culminante en Flevoland, toda una provincia ganada al mar y compuesta por tres inmensos pólderes que suman más de 2.400 kilómetros cuadrados y en los que hoy viven ya casi 400.000 personas.

Flevoland era parte de un gran entrante del mar –el Zuiderzee o Mar del Sur- que hoy se ha convertido en dos bellos y gigantescos lagos de agua dulce -el Markermeer y el IJsselmeer- y en una zona que, de no saberlo, jamás imaginaríamos que estaba bajo las aguas hace sólo unas décadas.
La tarea se inició en 1940 y no terminó hasta finales de los 60. Aún pasarían 10 años más –es el tiempo que hay que tratar el terreno para que sea productivo- antes de que la presencia humana empezara a llenar un territorio que hoy es un hermosísimo paisaje holandés de campos rectangulares, granjas y, como en todo el país, muchísima agua: en los ríos, en los canales y en el gran brazo de mar que sigue regando la antigua línea de costa y que convierte a dos de los pólderes que forman Flevoland en la isla artificial más grande del mundo.
Tuve la suerte de contemplar y recorrer la provincia desde el aire en una avioneta, la mejor forma de percibir la inmensidad del empeño, la descomunal transformación que supuso y la tremenda derrota que ha sufrido el mar en Flevoland. Ningún sitio mejor para hacerse una idea de esa guerra que Holanda y el Atlántico llevan siglos luchando y en la que los holandeses, por ahora, van ganando, aunque no puedan bajar la guardia.