Joyas secretas de Israel: la gran ciudad romana y la sinagoga en la que predicó Jesucristo
En el norte de Israel sólo unas decenas de kilómetros separan una sinagoga del siglo I en la que probablemente predicó Cristo y una ciudad romana.
La ciudad de Beit She’an está al norte de Israel, no muy lejos del Mar de Galilea, y situada en la depresión cuyo punto más bajo es el Mar Muerto, así que está más de 100 metros por debajo del nivel del mar. Hace mucho calor incluso a mediados de octubre y según nos adentramos en su casco urbano nos vemos rodeados por una villa anodina de construcciones tan nuevas como impersonales.
Así como se lo cuento no parecería un destino muy interesante al que viajar, pero Beit She’an guardia en su interior un tesoro que hace que todo lo anterior pase a un segundo plano: un increíble parque arqueológico en el que, perdónenme el tópico pero es que es literalmente cierto, la historia ha dejado testimonio y huella, alguna de ellas esplendorosa, del paso de múltiples civilizaciones.
Así que cuando llegamos al Parque Nacional Beit She’an (en Israel se llama Parque Nacional también a los sitios arqueológicos y no sólo a reservas naturales) esa localidad anodina y convencional se convierte en una impresionante ciudad romano-bizantina que se despliega ante nuestros ojos de forma majestuosa.
Un bellísimo teatro
Lo primero que encontramos es un teatro increíblemente bien conservado, en el que distinguimos perfectamente las escasas señales de una cuidadosa y respetuosa restauración. Hasta 7.000 personas podían presenciar las representaciones en unas gradas en las que todavía se adivinan los asientos que se encaraman por la ladera de la colina.
Los vomitorios, aún cubiertos por parte del graderío nos permiten entrar a la platea en varios puntos y, en el exterior, una colección de bloques de mármol primorosamente tallados y decorados nos indican que la grada era aún más alta de lo que vemos hoy en día y nos dan una idea de lo lujoso que era el lugar, hoy un tanto abatido por el desgaste del tiempo, como no podía ser de otra forma.
Tras el escenario unas grandes columnas de hermoso granito rojo nos dan una idea de lo que debía ser un conjunto imponte de varios pisos, y tras ella la ciudad se extiende hasta la colina que tenemos enfrente, unos cientos de metros más allá.
El trayecto hasta este montecillo está jalonado de maravillas: los impresionantes baños públicos, los delicados mosaicos -algunos en lo que hoy es el exterior y sobre los que andamos no sin cierto sobresalto íntimo, como si estuviésemos cometiendo una herejía pese a que, obviamente, han sido tratados para soportar más que nuestras pisadas-, las bellísimas columnas del cardo que aún se mantienen en pie… La sensación es casi más estar recorriendo una ciudad viva que paseando por unas ruinas.
Víctima del terremoto
Escitópolis, que así se llamaba el lugar durante la época romana -al parecer porque se asentaron en ella unos mercenarios escitas- era una de las Decápolis, las diez ciudades helenizadas en el confín del Imperio Romano. Vivió su época de mayor esplendor ya en el periodo bizantino, pero con la llegada de los musulmanes a mediados del siglo VII empezó su declive hasta que en el año 749 un terremoto la arrasó definitivamente.
Aún se pueden ver los efectos de este terremoto en las gigantescas columnas, hoy caídas y partidas en varios grandes pedazos, de lo que fue un ninfeo que debió ser bellísimo, como debió serlo casi todo en aquella enorme ciudad; aún ahora lo parece y eso que sólo se ha excavado una parte del total.
Tras el gran terremoto, Beit She’an fue sólo una aldea y, algo después, un pequeño castillo de los Cruzados, porque como en tantos lugares de Israel allí la historia se amontona capa sobre capa y época sobre época: restos prehistóricos y hasta egipcios se pueden ver aún en la parte alta de la colina, que es donde nació lo que luego llegaría a ser una gran ciudad y que hoy resulta un lugar excepcional, aunque visualmente sea menos llamativo que la maravilla bizantina en el valle.
Junto al Mar de Galilea
A menos de 50 kilómetros de Beit She’an y al borde del mar de Galilea se encuentra uno de esos lugares que son imposibles fuera de Israel: la ciudad de una tal María Magdalena, María de Magdala.
Magdala ha sido un descubrimiento bastante reciente y, como ocurre a veces, azaroso: una orden religiosa compró un terreno para construir una iglesia y un hotel para peregrinos y, al empezar las obras, apareció una sinagoga del siglo I de nuestra era, una de las más antiguas encontradas en Israel.
Estamos en la zona junto al lago de Tiberiades -el otro nombre por el que se conoce la mayor reserva de agua dulce de Israel- que fue donde se desarrolló la mayor parte de la predicación de Jesucristo. Según los textos bíblicos Jesús en muchas ocasiones hablaba en las sinagogas que, de hecho, en la cultura judía siempre han sido más que templos y, desde luego, un lugar de encuentro de la comunidad. Así que, aunque no hay una prueba física de ello -¡cómo podría haberla!- parece muy probable que Cristo predicase en esa pequeña sinagoga.
En parte porque es cierto que esa probabilidad es muy elevada, y supongo que también en parte porque esto hace el lugar muy atractivo, la orden religiosa que lo posee -los Legionarios de Cristo- han hecho de ella un reclamo turístico que está atrayendo tanto a peregrinos cristianos como a judíos israelíes que encuentran allí un punto en común de sus creencias y sus tradiciones.
El hecho es que, más allá de cualquier creencia, la sinagoga es un lugar especial: no muy grande pero supongo que importante en su tiempo y, de acuerdo con lo que se ha conservado, muy hermosa, al menos eso se diría mirando los delicadísimos mosaicos e incluso los restos de frescos que aún se pueden ver.
También se encontró allí la llamada piedra de Magdala: una roca cuidadosamente tallada que estaba destinada a que el rabino colocase sobre ella los rollos de la Torá para leerlos y que es importante porque se considera una de las representaciones más antiguas de la Menorá y también una de las escasísimas reproducciones del Segundo Templo de Jerusalén hechas cuando éste aún no había sido derruido.
Además, hay otros restos de la ciudad: algunas casas de familias que debían ser acomodadas ya que disponían de sus propios baños rituales; un mercado; lo que era el puerto, aunque ahora se encuentra a unos cientos de metros del agua…
Mientras sacaban a la luz los tesoros del pasado los nuevos propietarios del terreno han levantado una iglesia bastante peculiar y el hotel que era el motivo inicial del proyecto y que estaba, cuando yo lo visité hace unos meses, en la últimas fases de construcción. Por lo tanto supongo que pronto podrá ser una parada estupenda para peregrinos y, por supuesto, también para viajeros interesados por la arqueología… y por unas vistas preciosas del Mar de Galilea.