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Historia, agua, cristal de bohemia y una belleza espectacular: Karlovy Vary es una joya checa

Una calle de Karlovy Vary, con otra de las columnatas cubiertas a la izquierda.
Así es Karlovy Vary

Como bien saben los que me leen habitualmente en este modesto rincón de internet –y aún más los que escuchan una vez al mes los Viajes a la Historia que hacemos con el gran Luis del Pino– me gustan los viajes con un contenido histórico: viejas ciudades con ese estético y tan lleno de encanto toque medieval; o lugares en los que han tenido lugar y todavía se pueden respirar acontecimientos que cambiaron el devenir de España o del mundo; e incluso museos en los que se recogen el arte y los objetos que llegan a nosotros para entregarse como preciosas muestras del pasado.

Sin embargo, hay un tipo de historia concreta a la que no es tan fácil viajar: la de los propios viajes, la del turismo como un fenómeno que poco a poco fue haciéndose de masas pero que durante mucho tiempo se identificó con las cercanías de la nobleza, el glamour y el lujo.

Sin duda, Karlovy Vary es uno de esos lugares: la antigua ciudad balneario al oeste de la República Checa es un viaje a esos primeros tiempos del turismo y a aquel mundo calmado, estiloso y decimonónico en el que la vida transcurría varias marchas más lenta y, al menos para algunos, más hedonista, aunque fuese con un hedonismo tranquilo y un tanto mojigato.

Es una ciudad relativamente pequeña que parece acurrucarse alrededor del cauce del pequeño y tranquilo río que la cruza despacio –todo es deliciosamente calmo y lento en Karlovy Vary– pero que en realidad se reúne alrededor de una serie de fuentes de las que mana un agua con distintos grados de calor, desde las casi hirvientes hasta las que están poco más que templadas.

Paseos de agua

Esas aguas ferruginosas y de sabores bastante imposibles pero de contrastados efectos benéficos son, de hecho, la razón de la existencia de la ciudad. Lo más curioso, al menos para mí, es verlas distribuidas por toda la ciudad: uno va paseando y se encuentra encantadoras columnatas en las que las fuentes manan dejando una pequeña nube de vapor y restos multicolor en las pilas.

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La tradición es ir paseando e ir bebiendo de las diferentes aguas con unas tazas muy curiosas que tienen un largo conducto de cerámica que enfría un poco el agua, que llega a manar a más de 70 grados. Aquellos que llegan a la ciudad para someterse a un tratamiento médico beben de unas u otras fuentes, según el consejo de los galenos, ya que aunque como es lógico la composición es parecida, hay sutiles diferencias que ya se conocen tras siglos de estudio.

Esas columnatas que les comentaba son uno de los atractivos visuales de la ciudad: la mayor parte de ellas tiene esa elegancia balnearia y decimonónica que asociamos a ese turismo incial del que les hablaba antes. Hay un par de hierro y madera preciosas, estilizadas y elegantes, otra con una aire neoclásico de columnas imponentes que llama poderosamente la atención por su magnificencia para un propósito tan modesto como dar refugio al que se acerca a beber de una fuente; y una tercera moderna, que hay que reconocer no tiene el encanto antiguo de sus hermanas.

Goethe estuvo allí

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Además de las columnatas la ciudad tiene un conjunto de edificios de elegante belleza, especialmente aquellos cuyas fachadas se asoman al río, que conforman un conjunto realmente bonito. Tradicionalmente las calles de Karlovy Vary no tenían números, sino que cada edificio tenía su propio nombre, que todavía se conservan en ocasiones en la propia fachada, en otras en la acera frente a ellas. Una de estas casas se llama Madrid, lo que por supuesto hizo que todo el grupo de periodistas con el que viajaba y yo mismo nos parásemos a fotografiarla, un poco divertidos, un poco orgullosos.

En ella estuvo en alguna ocasión Goethe, como en muchas otras: el escritor alemán es un poco la gran estrella de una ciudad que ha recibido desde hace muchísimo tiempo a visitantes ilustres, entre los que se encuentran zares y también el mismísimo Mozart, pero en su caso concreto, casi resulta más fácil decir en qué casa no estuvo, como pasa con Hemingway en algunos lugares.

El Pupp, un hotel impresionante

Los que lean estos Artículos de viaje normalmente sabrán que no suelo hablar mucho en los hoteles en los que me alojo. En este caso tengo que hacer una excepción porque el Grand Hotel Pupp lo merece: en un edificio bellísimo, perfecto para el lugar en el que está, habitaciones enormes, salones extremadamente elegantes…

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Sería imposible encontrar un lugar mejor en el que vivir la experiencia de ese viaje al turismo del ayer del que les hablaba, con todo el savoir faire de tres siglos de experiencia –¡fue fundado en 1701!– pero, por supuesto, con todas las comodidades que uno espera hoy en día. Una maravilla de esas en las que casi se te cae una lagrimita al hacer el check out.

Moser y el cristal… de Bohemia, por supuesto

Los alrededores de Karlovy Vary están cubiertos por unos hermosos bosques que tuvimos la suerte de atravesar en pleno otoño: a la variedad de árboles le corresponde una variedad de colores que hacen el paisaje aún más bello.

Sólo a unos kilómetros de la ciudad está un lugar que quería incluir en este reportaje porque es una visita realmente interesante y, desde mi punto de vista, de resonancias casi míticas: la fábrica de cristal, del famoso cristal de Bohemia, Moser.

Recorrimos la factoría sintiendo el calor sobrehumano de los hornos en los que el cristal se convierte en una masa ardiente y maleable, y viendo como los artesanos van creando formas a partir de él con la fuerza de sus pulmones y sus brazos y, por su puesto, con su pericia de artesanos. Siempre me ha parecido que el soplado del vidrio es un proceso mágico e hipnótico, podría pasarme horas contemplándolo mientras los operarios, extraordinariamente amables ante nuestra curiosidad y la indiscreción de nuestras cámaras, repiten el proceso con una eficiencia mitad artística mitad fabril.

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Después visitamos también las instalaciones en las que se talla y se graba el cristal: lisas superficies son decoradas poco a poco con una paciencia y una delicadeza inauditas hasta convertirse en jarrones de miles de euros de precio. Ni siquiera el barroquismo ostentoso de los diseños, muy al gusto de los clientes de extremo oriente que adoran ese estilo demasiado recargado para mí, logra que se pierda nuestra maravilla ante la habilidad del artesano que poco a poco va arrancando al inerte cristal formas más y más complejas, también con lo que parece magia pero que en realidad es una pericia cultivada durante décadas de experiencia y dedicación.

Es casi imposible no ver en hábil tallador una metáfora de la propia Karlovy Vary: que con sus ya no décadas sino siglos como destino turístico nos ofrece un viaje lleno de experiencias tan refinadas y exquisitas como esos jarrones casi imposibles que factura Moser.

Al final va a resultar, me convenzo, que el turismo en esta zona de la República Checa tiene también toda esa delicadeza y belleza del cristal de Bohemia.

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