Descubro navegando por ahí que en unos día comenzará el Ramadán, ya saben, el mes sagrado de los musulmanes; y con tal motivo he recordado lo que podríamos denominar mis “experiencias de Ramadán”, que tampoco es que sean muchas como no lo son mis visitas a países musulmanes, pero que sí son una parte interesante de lo que fue mi viaje a Estambul, hace ya algunos años.
Resulta que, sin saberlo, llegamos a la capital turca el mismo día (o un día antes, no estoy seguro ahora) de que empezase el mes sagrado, así que toda nuestra visita transcurrió en ese tiempo de significado especial para los mahometanos (palabra, por cierto, mucho más sonora y bonita que musulmanes).
Lo primero es, creo, aclararles que, al menos por lo que a Estambul respecta, viajar en Ramadán no supone ningún problema especial para el viajero, todo lo más que en la mayoría de los bares se negarán a servirle alcohol, unos sin mucha más ceremonia, dándolo como un hecho incontrovertible: es Ramadán, ergo no se bebe; otros explicándose y disculpándose en que “está mal visto” o “podríamos tener problemas”.
La cosa no tiene mayor importancia y, si me apuran, le da un sabor especial a la cerveza que podamos encontrar en alguna esquina recóndita. Durante el viaje, por ejemplo, descubrimos un pequeño hotel en el barrio de Sultanahmed cuyo bar estaba en la última planta, con una terraza maravillosa con vistas a la Mezquita Azul, Santa Sofía, el Bósforo y el Cuerno de Oro (vamos, la repera).
Cuando un hilo blanco no se distingue de uno negro
Curiosamente, a pesar de nuestros reiterados pecados con el alcohol en las alturas, lo más parecido a una experiencia mística que tuvimos durante nuestro viaje fue también en una terraza: la de la Torre Gálata, una de las más conocidas atracciones turísticas de la ciudad.
Se trata de una vieja torre, muy restaurada eso sí, en cuya cima se abre una terraza que ofrece unas maravillosas vistas de la parte europea de Estambul y el Cuerno de Oro. Allí subimos una tarde con la intención de pasar un buen rato hasta la puesta de sol y la noche.
Como ustedes sabrán, durante el Ramadán el buen musulmán tiene la obligación de cumplir ciertas prohibiciones desde la salida a la puesta de sol, entre ellas no comer o practicar sexo. La prohibición concreta su fin de una forma ciertamente poética, pues según la tradición acaba “cuando un hilo blanco no se distingue de uno negro” y ese momento es celebrado con especial énfasis en Estambul.
No soy religioso, y menos aún musulmán, pero el momento tenía una innegable espiritualidad.
La feria de Sultanahmed
Puede que durante el día se sometan a una abstinencia bastante severa, pero la noche del Ramadán es una verdadera fiesta. Y no sólo en sus casas particulares con las correspondientes reuniones familiares sino que, al menos en Estambul, había auténticas ferias por los barrios, con su música, sus casetas y, sobre todo, cantidades ingentes de comida.
Casi todas las noches pasábamos un rato por la de la Plaza de Sultanahmed: paseábamos, probábamos alguna nueva comida o nos comprábamos unos dulces y participábamos, aunque fuese como meros espectadores que no acaban de entender todo lo que pasa, del ambiente festivo.
Y todo al pie de la Mezquita Azul, nada más y nada menos.
A la mañana siguiente todos volvíamos, los indígenas al recogimiento y la abstinencia (al menos teóricos), y nosotros al “turisteo” habitual y a buscar bares en los que, por Alá, se atreviesen a servirnos una cerveza bien fría.
FOTOS: Vean mi selección de fotos de Estambul en Flickr.