En el corazón de la naturaleza virgen, en Muniellos
Me doy cuenta hoy de que se me ha pasado el aniversario de la segunda etapa de este blog, que renació de sus cenizas el seis de abril del 2008. También sirve el aniversario para percatarme no sin cierta sorpresa de que en estas 52 semanas y casi 130 artículos (no son tantos como me gustaría pero no está mal del todo) no he hablado ni una sola vez de Asturias, que es una de mis regiones favoritas de España.
He estado dos veces en el Principado, una con sólo 14 años o así, en uno de mis primeros viajes turísticos de verdad; la segunda mucho más tarde ya con mi mujer. Aunque no sea demasiado lógico en ambas realicé un trayecto muy similar, un poco por recordar aquel primer viaje al que me une mucha nostalgia, un poco porque mi mujer viese todo aquello que a mí me había gustado tanto y también, supongo, por cerciorarme de que todo seguía más o menos como lo habíamos dejado casi dos décadas antes.
Hubo, eso sí, una adición al programa que fue visitar la Muniellos, un rincón de naturaleza prácticamente virgen en la montaña asturiana. Muniellos es una Reserva de la Biosfera de la ONU desde el año 2000, por lo que para visitarlo hay que pedir cita con antelación y sólo se permite el paso de 20 personas cada día.
Aunque en un principio no habíamos tenido plaza, hubo suerte y se produjo alguna cancelación que nos permitió estar en la lista. Una buena fortuna que luego se transformó en mala, ya que el día antes me puse un poco enfermo con algo de fiebre y el mismo día el viaje se convirtió en una larga tortura a través de carreteras en obras y puertos con espesa niebla.
Así que entre unas cosas y otras llegamos a Muniellos con menos tiempo del que nos habría gustado y en un estado físico mejorable. A pesar de ello nos pusimos a andar en cuanto pudimos y muy pronto nos encontramos entre el espeso bosque de robles que abarrota los valles que forman la Reserva.
Era un día gris y húmedo, aunque no llovía, y el bosque parecía respirar de esa humedad y exhalarla en forma de un vapor que nos envolvía y nos empapaba como antes había empapado todo a nuestro alrededor: troncos, musgos, rocas, hojas y plantas.
Nunca he visto una frondosidad como la Muniellos, entre los hermosos robles crecía un sinfín de plantas, arbustos, musgos, helechos… Nosotros estamos más acostumbrados a la sequedad del pinar mediterráneo, así que aquello nos parecía más una selva que, además, se extendía montaña tras montaña y valle tras valle. Una selva que nada tiene que ver con el bosque prefabricado y un tanto artificial de las repoblaciones, esas hileras de árboles ordenados que en Muniellos habían dado paso al azar necesario del que surge la naturaleza.
Sabíamos, aunque por supuesto no los vimos, que en esas espesuras se mueven el oso pardo, el lobo, el jabalí y muchos otros animales salvajes y casi diría que míticos. Pero no se trata tanto de verlos como de tener la certeza de que eres tú el que se está adentrando en su territorio, de que, en cierta forma, las tornas han cambiado, eres el intruso.
Nuestro paseo, acortado por el cansancio y por la posibilidad de quedarnos sin luz para la vuelta (y por la mucha carretera que teníamos por delante hasta Somiedo) sólo nos llevó hasta una plataforma rocosa que había que cruzar ayudándose por unas cuerdas allí instaladas y que nos ofrecía una vista más amplia de la inmensidad verde que nos rodeaba.
Una inmensidad que nos habría gustado seguir explorando, ir mucho más lejos en el verde en el interior de la naturaleza y sintiéndonos, en lugar de ratas de ciudad, como un explorador de Conrad que se adentra en el oscuro y húmedo corazón de la selva.
Pero, ay, teníamos que volver.
He estado dos veces en el Principado, una con sólo 14 años o así, en uno de mis primeros viajes turísticos de verdad; la segunda mucho más tarde ya con mi mujer. Aunque no sea demasiado lógico en ambas realicé un trayecto muy similar, un poco por recordar aquel primer viaje al que me une mucha nostalgia, un poco porque mi mujer viese todo aquello que a mí me había gustado tanto y también, supongo, por cerciorarme de que todo seguía más o menos como lo habíamos dejado casi dos décadas antes.
Hubo, eso sí, una adición al programa que fue visitar la Muniellos, un rincón de naturaleza prácticamente virgen en la montaña asturiana. Muniellos es una Reserva de la Biosfera de la ONU desde el año 2000, por lo que para visitarlo hay que pedir cita con antelación y sólo se permite el paso de 20 personas cada día.
Aunque en un principio no habíamos tenido plaza, hubo suerte y se produjo alguna cancelación que nos permitió estar en la lista. Una buena fortuna que luego se transformó en mala, ya que el día antes me puse un poco enfermo con algo de fiebre y el mismo día el viaje se convirtió en una larga tortura a través de carreteras en obras y puertos con espesa niebla.
Así que entre unas cosas y otras llegamos a Muniellos con menos tiempo del que nos habría gustado y en un estado físico mejorable. A pesar de ello nos pusimos a andar en cuanto pudimos y muy pronto nos encontramos entre el espeso bosque de robles que abarrota los valles que forman la Reserva.
Era un día gris y húmedo, aunque no llovía, y el bosque parecía respirar de esa humedad y exhalarla en forma de un vapor que nos envolvía y nos empapaba como antes había empapado todo a nuestro alrededor: troncos, musgos, rocas, hojas y plantas.
Nunca he visto una frondosidad como la Muniellos, entre los hermosos robles crecía un sinfín de plantas, arbustos, musgos, helechos… Nosotros estamos más acostumbrados a la sequedad del pinar mediterráneo, así que aquello nos parecía más una selva que, además, se extendía montaña tras montaña y valle tras valle. Una selva que nada tiene que ver con el bosque prefabricado y un tanto artificial de las repoblaciones, esas hileras de árboles ordenados que en Muniellos habían dado paso al azar necesario del que surge la naturaleza.
Sabíamos, aunque por supuesto no los vimos, que en esas espesuras se mueven el oso pardo, el lobo, el jabalí y muchos otros animales salvajes y casi diría que míticos. Pero no se trata tanto de verlos como de tener la certeza de que eres tú el que se está adentrando en su territorio, de que, en cierta forma, las tornas han cambiado, eres el intruso.
Nuestro paseo, acortado por el cansancio y por la posibilidad de quedarnos sin luz para la vuelta (y por la mucha carretera que teníamos por delante hasta Somiedo) sólo nos llevó hasta una plataforma rocosa que había que cruzar ayudándose por unas cuerdas allí instaladas y que nos ofrecía una vista más amplia de la inmensidad verde que nos rodeaba.
Una inmensidad que nos habría gustado seguir explorando, ir mucho más lejos en el verde en el interior de la naturaleza y sintiéndonos, en lugar de ratas de ciudad, como un explorador de Conrad que se adentra en el oscuro y húmedo corazón de la selva.
Pero, ay, teníamos que volver.