El "Trueno de agua", un lugar especial y peculiar (I)
Como muchos de ustedes sabrán Niágara es una palabra de los indios iroqueses que significa "trueno de agua"; todavía más recordarán que ese es el nombre de un río americano cuya longitud, sólo 56 kilómetros, es inversamente proporcional a su fama; por último, muy pocos de los que lean este artículo se enterarán gracias él de que las Cataratas del Niágara son el salto de agua más famoso de los Estados Unidos.
Un servidor las visitó hace unos años, cuando andaba por Nueva York, haciendo en días de diario el clásico viaje de fin de semana que hacen muchas parejas americanas, es decir, ida y vuelta en dos días con una noche en alguno de los espléndidos hoteles de la zona.
Para ello tomamos un avión desde la Gran Manzana hasta Buffalo, la ciudad al norte del estado desde la que, ya en taxi y acompañados por un sospechosísimo ciudadano que pidio parar antes de la frontera, llegamos a Niágara Falls, en el lado canadiense, que es donde están todos los grandes hoteles, entre ellos el Hilton en el que teníamos reservada una habitación con jacuzzi y vistas a los dos grandes saltos de agua (que tiempos aquellos).
Visitamos las cataratas sobrecogidos por la belleza de esa descomunal manifestación de la naturaleza, pero también ateridos por un frío indescriptible que nos pilló en el atuendo primaveral adecuado para esas fechas en España (eran los primeros días de mayo) pero que pronto se nos reveló como verdaderamente poco apropiado para el lugar, concretamente cuando desde la habitación del hotel vimos caer los primeros copos de nieve.
No es que se tratase de una nevada espectacular, sólo unos pocos copos en varias ocasiones a lo largo del día, pero eso les dará una idea de la temperatura con la que teníamos que circular por la zona. Y por si no han caído en la cuenta llamo su atención sobre un hecho de singular importancia en aquellas circunstancias: cuando uno visita unas cataratas acaba mojándose o sí o sí.
Conocer las Cataratas del Niágara implica varias excursiones imprescindibles: por supuesto acercarse al borde de la inmensa Herradura, la más grande y hermosa de las tres, que casi podemos tocar con los dedos desde el amplio paseo en la zona canadiense que muchos de ustedes recordarán de la película Superman 2: allí es donde el héroe salva a un niño que está haciendo el memo en la barandilla y al final se cae.
También es posible ver la catarata "desde dentro" gracias a una red de túneles que nos lleva justo tras la inmensa cortina de agua donde, completamente empapados y poco menos que ensordecidos por el fragor de los millones de metros cúbicos que caen cada segundo, pasamos de la admiración a algo más parecido al miedo o, al menos, a un respeto temeroso que nos aleja prudentemente del borde.
Más abajo, al pie mismo de la catarata, salir al exterior se convierte casi en una tarea heroica (y con aquel frío más todavía) pues la violencia del agua nos empuja, literalmente, con una agresividad que no parece posible mantener durante todo el día todos los días del año.
En este punto la visita se convierte en algo en lo que el sentido que menos interviene es la vista, superada por el oído en el que nos atrona el agua y por el tacto, con el líquido elemento empapándonos de la cabeza a los pies y, sobre todo, helándonos hasta los mismísimos huesos.
Y como este post se está alargando ya demasiado y me quedan todavía muchas cosas que contarles lo he dividido en dos partes. Ya pueden leer la segunda entrega.
Un servidor las visitó hace unos años, cuando andaba por Nueva York, haciendo en días de diario el clásico viaje de fin de semana que hacen muchas parejas americanas, es decir, ida y vuelta en dos días con una noche en alguno de los espléndidos hoteles de la zona.
Para ello tomamos un avión desde la Gran Manzana hasta Buffalo, la ciudad al norte del estado desde la que, ya en taxi y acompañados por un sospechosísimo ciudadano que pidio parar antes de la frontera, llegamos a Niágara Falls, en el lado canadiense, que es donde están todos los grandes hoteles, entre ellos el Hilton en el que teníamos reservada una habitación con jacuzzi y vistas a los dos grandes saltos de agua (que tiempos aquellos).
Visitamos las cataratas sobrecogidos por la belleza de esa descomunal manifestación de la naturaleza, pero también ateridos por un frío indescriptible que nos pilló en el atuendo primaveral adecuado para esas fechas en España (eran los primeros días de mayo) pero que pronto se nos reveló como verdaderamente poco apropiado para el lugar, concretamente cuando desde la habitación del hotel vimos caer los primeros copos de nieve.
No es que se tratase de una nevada espectacular, sólo unos pocos copos en varias ocasiones a lo largo del día, pero eso les dará una idea de la temperatura con la que teníamos que circular por la zona. Y por si no han caído en la cuenta llamo su atención sobre un hecho de singular importancia en aquellas circunstancias: cuando uno visita unas cataratas acaba mojándose o sí o sí.
Conocer las Cataratas del Niágara implica varias excursiones imprescindibles: por supuesto acercarse al borde de la inmensa Herradura, la más grande y hermosa de las tres, que casi podemos tocar con los dedos desde el amplio paseo en la zona canadiense que muchos de ustedes recordarán de la película Superman 2: allí es donde el héroe salva a un niño que está haciendo el memo en la barandilla y al final se cae.
También es posible ver la catarata "desde dentro" gracias a una red de túneles que nos lleva justo tras la inmensa cortina de agua donde, completamente empapados y poco menos que ensordecidos por el fragor de los millones de metros cúbicos que caen cada segundo, pasamos de la admiración a algo más parecido al miedo o, al menos, a un respeto temeroso que nos aleja prudentemente del borde.
Más abajo, al pie mismo de la catarata, salir al exterior se convierte casi en una tarea heroica (y con aquel frío más todavía) pues la violencia del agua nos empuja, literalmente, con una agresividad que no parece posible mantener durante todo el día todos los días del año.
En este punto la visita se convierte en algo en lo que el sentido que menos interviene es la vista, superada por el oído en el que nos atrona el agua y por el tacto, con el líquido elemento empapándonos de la cabeza a los pies y, sobre todo, helándonos hasta los mismísimos huesos.
Y como este post se está alargando ya demasiado y me quedan todavía muchas cosas que contarles lo he dividido en dos partes. Ya pueden leer la segunda entrega.