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El Santo Sepulcro o la emoción de la fe

Aunque las imágenes que hemos visto este fin de semana más que emocionar avergüenzan, me han recordado mi visita al Santo Sepulcro de Jerusalén, uno de los centros espirituales de la muy espiritual ciudad israelí y lugar en el que, según la transición,transcurrieron algunos de los pasajes esenciales de la Biblia.

Hoy, no sólo es un lugar de peregrinación para cristianos de todo el mundo, sino también un atractivo turístico de primera, incluso para aquellos que, como yo, no sentimos entre sus muros la llamada de la fe. Sin embargo, como ya dije hablando del Muro de las Lamentaciones, los lugares relacionados con la fe suelen tener una fuerza especial que, sin duda, se percibe en grandes dosis en el Santo Sepulcro.



Más todavía si, como es el caso y como suele ser el caso, el lugar no sólo está cargado de sentido religioso sino también de historia. Al fin y al cabo, creamos que era el Hijo de Dios o no, la muerte en ese lugar de un hombre judío hace casi 2000 años ha cambiado radicalmente la historia de humanidad.

Primero, el Vía Crucis

Una buena visita al Santo Sepulcro, no obstante, empieza unas cuantas calles más allá en la ciudad vieja de Jerusalén, al inicio del Vía Crucis. Luego callejeamos por las viejas calles de piedra siguiendo las estaciones y recordando las famosas escenas bíblicas que tantas veces nos han narrado, ya fuese de palabra o en películas. Escenas como las distintas caídas de Jesucristo o aquella en la que Verónica limpiaba el rostro de Jesús con su famoso manto justo en el lugar en el que, como ven en la foto, un joven palestino se mira sus enormes zapatillas.

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Pero centrémonos en lo que nos ocupa, que es contarles mi visita. La basílica del Santo Sepulcro es, probablemente, la iglesia más peculiar que he visitado jamás, en primer lugar porque su planta se ha adaptado a una forma bastante extraña para poder integrar en su interior los distintos puntos sagrados que guarda: la tumba de Jesucristo propiamente dicha, el lugar en el que fue crucificado y la piedra sobre la que descansó Su cuerpo al ser bajado de la Cruz (y en la que fue envuelto, siempre según la tradición, en la famosa Sábana Santa).

Por otra parte, todo el recinto religioso está compartido por multitud de Iglesias diferentes (lo que provoca algunos problemas aunque habitualmente no tan llamativos como lo visto hace un par de días) y eso hace también que su estructura sea poco menos que laberíntica. Esa diversidad de los seguidores de Cristo será, probablemente, la primera sorpresa para los españoles que visiten el lugar, poco acostumbrados a recordar que hay muchas más cosas en el Cristianismo que el catolicismo romano.

Entramos a la Basílica por una puerta lateral que atravesaba la parte del complejo que pertenece a la Iglesia Copta de Etiopía, un breve tramo en el que realmente te sentías transportado a un lugar difícil de definir, pero que sin duda se encontraba muy lejos en el espacio y en el tiempo. Superado este primer tramo lo primero que visitamos de la propia Iglesia fue el mismísimo santo Sepulcro. Por supuesto, ya no es una cueva natural sin más, pero la sensación en su interior es muy similar ya que se trata de una habitación muy pequeña construida en el centro de una cúpula enorme.

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Miento, de hecho no se trata de una habitación sino de dos, a las que hay que entrar encogido por unas puertas diminutas y en las que no caben más que siete u ocho personas al mismo tiempo. En la segunda, el lugar donde fue enterrado Cristo, sólo puede haber dos o tres personas, lo que da para estar en ella poco tiempo, ya que siempre hay gente esperando su turno, pero lo hace una experiencia bastante íntima.

La segunda etapa importante de la visita es el Gólgota, la roca en la que se levantó la Cruz de Jesús. Este punto se encuentra en un segundo piso al que se accede por una angosta escalera. De nuevo hay que aguardar turno y tras ello llegamos a una pequeña sala con un altar riquísimamente decorado.

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Bajo éste se encuentra un agujero por el que, tras una nueva espera, los fieles pueden introducir la mano (tras agacharse y adoptar una postura que es en sí misma una peregrinación) y tocar la piedra por la que corrió la mismísima sangre Cristo, que manaba de su cuerpo durante la cruzifixión.

En este lugar, tampoco demasiado grande, había muchos viajeros o peregrinos. Unos rezando, otros esperando a tocar la piedra, muchos emocionados, otros algo sorprendidos... desde luego no vi a ninguno que pareciese indiferente. El que más me llamó la atención fue un fraile franciscano que paso la media hora que debí estar por allí rezando de rodillas, en silencio y solo, en un actitud y con una expresión que hizo que sintiese... envidia.

Mientras estábamos por allí se inició una peculiar ceremonia (no sé bien si llamarla misa porque no estoy seguro de que lo fuese) de un grupo de sacerdotes de la Iglesia Armenia (sí, de esos que salieron a torta limpia hace unos días) que, rompiendo la oscuridad solo con unas pequeñas velas y sus cánticos, estuvieron durante un buen rato siguiendo un incomprensible ritual, tan diferente de lo que hoy por hoy son las misas católicas que uno se preguntaba si realmente estaban adorando al mismo Dios.

Por último, salimos de la iglesia no sin antes pasar por la "piedra de la unción" y tocarla respetuosamente, no con la fe de los peregrinos que habían llegado hasta allí desde vaya usted a saber donde, pero sí con la emoción de saber que millones de personas de todo el mundo llevan siglos haciendo ese gesto, algo que nos hace sentirnos parte de esa interminable cadena y que le da a ese pequeño toque en la piedra un valor que en ningún otro sitio podría tener.

Claro, es que tampoco hay ningún otro sitio como el Santo Sepulcro ni otra ciudad como Jerusalén.

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