Roma es, probablemente, la ciudad más bella del mundo: la acumulación de arte y arquitectura es brutal en un casco antiguo enorme. Todos los grandes artistas de la historia han pasado –y dejado su huella- por la capital italiana y conocerla es una sucesión de momentos Stendhal difícilmente igualable.
Sin embargo, quizá el momento que más recuerdo del viaje en el que conocí Roma, hace ya unos cuantos años, no tuvo una relación directa con esta explosión de belleza, o al menos no directa del todo.
Les cuento: estaba yo en el interior de San Pedro maravillándome y perdiéndome en la inmensidad de la Basílica -para que luego digan que el tamaño no importa- cuando, de repente, empecé a escuchar una melodía conocida. Se trataba de un grupo de peregrinos españoles que entraban cantando una canción clásica de misa.
Cantaban especialmente mal una canción que no es especialmente hermosa, pero aún así la gigantesca iglesia se llenó de emoción y yo mismo sentí la atmósfera impregnada de esa fe que se abría paso como una cascada a través de la melodía pésimamente entonada.
Es el otro efecto que tiene Roma: no se trata sólo de una ciudad bellísima en la que la densidad de tesoros artísticos es inigualable, sino que también es uno de esos lugares que vibran con esa intensidad peculiar que sólo da la fe.
Hay muchos más y, por supuesto, hay otros –decenas si no cientos- en los que deleitarse por la belleza artística, pero yo hoy quiero destacar tres lugares en los que sentir esa vibración de la fe.
El primero es, por supuesto, San Pedro, impactante de entrada por esas dimensiones de las que hablaba, impresionante como centro del catolicismo durante siglos y también tremenda por el despliegue de belleza en su interior. Y, por supuesto, estremecedor cuando uno desciende a la cripta y encuentra la tumba del propio Pedro y la de tantos papas y santos de la Iglesia.
Es un lugar, en suma, demasiado bello, demasiado histórico y demasiado hermoso como para no sentirse en shock. Y como aperitivo o postre el disfrute artísticos difícilmente comparable de los Museos Vaticanos.
El segundo sitio que yo visitaría es aún más antiguo, tiene de nuevo unas dimensiones colosales y una mítica que tiene un pie en la historia y otro en cómo se nos ha contado la historia en la literatura y, sobre todo, el cine.
Es, por supuesto, el Coliseo, bellísimo también a su modo, que es el de la maravilla de la ingeniería y la arquitectura a la que los romanos nos tienen acostumbrados, pero que en pocos lugares toma una forma tan espectacular. Pero es sobre todo un lugar en el que el peso de la historia y de la tragedia casi te aplastan, en el que no puedes dejar de preguntarte cuánta gente ha muerto sobre esas mismas piedras.
Por último, para conocer el tercer lugar que les propongo en este paseo muy personal hay que salir del centro de Roma. Se trata de la Catacumbas, los cementerios subterráneos en los que la fe cristiana se escondió y se multiplicó. Hay varias preparadas para la visita pero yo les recomiendo la de San Sebastián: es una de las consideradas más interesantes y además para llegar a ella se darán un agradable paseo por la antigua Vía Apia, que conserva un aspecto muy antiguo, como si no la hubiesen tocado en 2000 años, que no deja de ser una manera perfecta de ponerse en ambiente.
Las catacumbas son una experiencia más modesta, menos grandiosa, pero quizá precisamente por ello más intensa: si hay un sitio en el que uno puede acercarse a aquella secta religiosa que poco a poco iba expandiéndose por el Imperio Romano y que llegó a dominar el mundo es allí.
Roma, la bella Roma, no sólo es un viaje al arte, sino que como pueden ver es también un viaje a la fe y, sobre todo, a la historia de una fe que podemos sentir o no sentir, pero que nos guste o no es parte esencial de lo que somos.