
Diez cosas que me gustan de viajar por la vieja Castilla
Hay muchas más, pero aquí les ofrezco diez buenas razones para viajar por Castilla.
A todos nos gustan los paisajes espectaculares: exuberantes de verde, deslumbrantes de nieve en los picos de las grandes montañas o atronadores bajo enormes cataratas. A mí, además, me atraen especialmente otros más modestos, por decirlo de alguna forma, en los que es visible la interacción de la naturaleza y el hombre, en los que la mirada se puede deslizar tranquilamente y sin grandes sobresaltos.
Por ejemplo, el paisaje castellano, despreciado por algunos por monótono pero al que yo siempre he encontrando un punto minimalista muy interesante. Un panorama que puede parecerte vacío, pero que está lleno de perspectivas bellísimas, que sabe a trigo y a tierra y a vino y que es, en resumen, una razón estupenda para viajar por Castilla y un placer del que disfruto casi cada vez que salgo de Madrid.
Otra cosa especial de Castilla son sus villas, cargadas de historias de reinas y de reyes, literarias. Las hay con aire de frontera, quizá porque lo fueron durante siglos; las hay con aire de mercado, con castillos, con plazas en las que aún se adivina el festejo taurino. Medina del Campo, Peñafiel, Tordesillas, Almagro, Lerma… cada pueblo es tan personal y distinto como inequívocamente castellano.
Villas y ciudades en las que no es difícil encontrar estrechas callejuelas de antiguas juderías, que uno pasea perdiendo un poco la consciencia de estar en el siglo XXI, porque hay veces en esta tierra en las que la distancia es a su modo tiempo, y se diría que recorremos ambos al mismo tiempo y alejándonos de Madrid nos alejamos del presente.
Me gustan también las murallas de Castilla, no sólo las de Ávila, impresionantes y con una fama merecida, también las de sitios más pequeños que aún las conservan aunque sea en parte, Urueña, Yepes, Calatañazor… Lugares guerreros, pueblos valientes en los que hoy en día nos parece que esos grandes muros están casi más destinados a luchar contra el frío invierno castellano que para la batalla.
Y qué decir de sus iglesias, algunas conocidas catedrales monumentales, pero también inesperadas y gigantescas maravillas, desproporcionadas respecto a la pequeña villa que las rodea, como en Sigüenza o el Burgo de Osma. O esas pequeñas joyas románicas que encuentras aquí y allá –vayan a Frómista o algunos pueblos de Segovia- y que testimonian el trabajo de genios, arquitectos, escultores o incluso pintores que probablemente jamás sospecharon que lo eran y que ocho o nueve siglos después admiraríamos su obra ya inmortal.
Disfruto de aquellos lugares que el agua y el tiempo han labrado durante milenios, hoces como las del Duratón, cañones como el del Río Lobos, barrancos como los de Molina de Aragón, lugares en los que no es difícil encontrarte con el majestuoso vuelo del buitre.
Viajar por esta tierra grande es particularmente gozoso cuando llegamos a sus zonas vitivinícolas, cerca del Duero donde el paisaje se levanta en suaves colinas y pequeños y mullidos valles, con la vid alternándose con los cereales; o en la Mancha, donde se diría que el mismo sarmiento se repite hasta el infinito en líneas paralelas dibujadas con escuadra y cartabón sobre un papel hecho de terrones de tierra oscura.
Un viaje, finalmente, que es especialmente placentero cuando llega la hora de comer –aunque aquí la palabra más adecuada quizá sea yantar-, con el lechazo o el cochinillo esperándonos, con verduras y legumbres espectaculares, con las brasas siempre preparadas, el fuego lento y una comida sencilla, recia, que se cuece despacio en su propio jugo y que, alejada de modas y modos minimalistas, siempre te hace levantarte de la mesa con esa sensación, tan castellana, de que lo que has comido puede ser combustible para una semana.
Pero lo mejor es, probablemente, que todo esto se disfruta con la gente de Castilla, seria y amable, gente cuya palabra es ley, que no está para gilipolleces. Grandes y al mismo tiempo cercanos, como su paisaje, sus iglesias o sus murallas. Gente que, quizás, ha ido modelando su tierra al mismo tiempo que ésta los modelaba a ellos, durante siglos o milenios. Y quizá por eso –o por todo lo demás- es un placer tan especial visitarlos a ambos.