Cracovia: historia bella y terrible
Cracovia tiene la merecida fama de ser la ciudad más hermosa de Polonia y es, sin duda, un destino de los más interesantes de Europa.
Cracovia es una ciudad grande, pero tiene todavía un toque provinciano encantador que se nota en cosas como las tiendas tipo colmado, algunos puestos callejeros -sobre todo los de las viejecitas que venden pretzels- e incluso, en cierto sentido, en mucha de la gente que te vas encontrando por las hermosas calles del centro histórico.
Allí ese toque local y un poquito antiguo se mezcla con el cosmopolitismo que siempre trae el turismo, y también con la grandiosidad de un ciudad antigua, rica, hermosa y en no pocos puntos imponente y que es Patrimonio de la Humanidad, una distinción que siempre nos dice algo.
Los tesoros históricos de Cracovia están bastante concentrados en una zona, bellísima, que va más o menos desde la Plaza del Mercado al Castillo Wawel, aunque en otras partes de la ciudad hay también cosas muy interesantes. Alrededor de estos dos puntos se expande la Stare Miasto, la ciudad antigua, rodeada en algunos puntos por la vieja muralla que aún conserva unas pocas puertas espectaculares y de un hermoso parque circular que les parecerá mágico si tienen la suerte, como yo, de verlo bajo la nieve.
La plaza es el centro neurálgico de la Stare Miasto y de toda la ciudad: un lugar de reunión y uno de esos sitios en los que pasan las cosas. Se trata de un espacio inmenso –según algunos es la plaza medieval más grande de Europa- y un tanto extraño: a pesar de ser un cuadrado casi perfecto la presencia del edificio del viejo mercado –que está en medio- y la de la Basílica de Santa María –que está colocada como de canto- hace que parezca irregular y rara. Ambos edificios son, eso sí, bellísimos, como la mayoría de los de la plaza, que es lisa y llanamente una maravilla.
Las calles de los alrededores son un conjunto ordenado y delicado que podría pasar por una zona de cualquier ciudad centroeuropea, pero Cracovia tiene también una influencia rusa –no en vano la frontera histórica estaba a sólo unos cientos de kilómetros, amén de las distintas ocupaciones- que el buen observador verá en algunos detalles y que se hace muy evidente en las iglesias, especialmente en el interior, decoradísimo, riquísimo y muy hermoso pero muy a la manera ortodoxa, lo que no deja de ser paradójico en el que quizás sea aún el país más católico de Europa. La Basílica de Santa María de la que les hablaba es, probablemente, el mejor ejemplo de ello, no dejen de visitarla.
De la Plaza del Mercado al Castillo Wawel hay, como les decía, un paseo corto en el que pasarán por delante de un pequeño monumento a las víctimas de Katyn –Rusia tan presente, como les digo. Unos metros más allá nos encontramos con la imponente mole del castillo, subido a una colina de interminables paredes rojas. El contraste del rojo de los ladrillos con la nieve es un espectáculo en sí mismo si llegan a Cracovia en un frío y blanco día enero.
El Castillo Wawel es uno de esos lugares que amontonan historia, simbología y arte de una forma especial. En él vivieron los reyes de Polonia durante siglos, en él está la catedral de la ciudad, que era la sede episcopal de un señor entonces llamado Wojtyla, y en él se reconstruyó en cierta forma el orgullo nacional durante la primera parte del S XX, antes incluso de que el país recuperase su independencia.
El propio castillo fue levantado casi desde sus cenizas en ese primer cuarto de siglo, como lo fue de nuevo tras la catástrofe de la II Guerra Mundial, que sin embargo no resultó demasiado dramática para la mayor parte del patrimonio de la ciudad. Hoy en día Wawel, alberga varias colecciones interesantes: de armas, de pinturas, de joyas...
En la misma colina, que es una ciudadela de las de siembre, la catedral es quizá aún más espectacular que el castillo o, si lo prefieren, más llamativa, con sus estatuas y sus cúpulas, sobre todo la dorada, y un aspecto un tanto extraño a nuestros ojos tan occidentales. Curiosamente, no es muy grande, supongo que en cierto modo es sólo la iglesia de un castillo. Frente a su fachada una estatua recuerda a Juan Pablo II, como no podía ser de otra forma en la ciudad de la que fue estudiante, sacerdote y obispo.
Desde las murallas de la ciudadela se disfruta de unas buenas vistas de Cracovia y del río Vístula, junto al que hay unos paseos que deben ser de lo más agradables en épocas del año menos frías; en enero, en cambio, la gran corriente de agua es un refrigerador atroz y en sus orillas, aún así hermosas, la sensación térmica es poco menos que insoportable.
En todo lo que vamos conociendo de la ciudad está presente la historia, a veces gloriosa y la mayor parte de las ocasiones trágica, de hecho en algunos momentos de la más trágica que podemos recordar: cerca de Cracovia está la inmensa y fría oscuridad de Auschwitz, una obligada y dolorosa visita que no deben dejar de hacer.
Tampoco deben olvidar lugares cuyo poso puede parecernos terrible, pero que en su propia conservación son una invitación a la esperanza: lo que fue el barrio judío de la ciudad, Kazimierz, o si me apuran incluso el gueto creado por los nazis en otra zona de la urbe e inmortalizado por Spielberg en la inolvidable La lista de Schindler.
Y si tienen tiempo no cometan el error –como hice yo- de volver de Cracovia sin visitar las minas de sal de Wieliczka, aunque también puede ser –lo será en mi caso- la mejor excusa para volver a una ciudad que es bella y terrible como su propia historia, una ciudad que es hermosa y trágica como la de la misma Polonia.