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Cadaqués, la lenta dulzura de la Costa Brava

Cadaqués es un nombre casi mítico que evoca el Mediterráneo más puro, la esencia de la Costa Brava, y ambas cosas son ciertas.

Para llegar a Cadaqués desde el interior hay que superar un endiablado puerto de montaña. Poco después de salir de Ampuriabrava la carretera empieza a zigzaguear en empinada pendiente, nuestra mirada trata de evadirse de las curvas un segundo y disfrutar de las bellísimas vistas de la Bahía de Rosas y la marcha se torna lenta hasta resultar un tanto exasperante.

Aquí tengo que reconocer una parte importante de la culpa: los que vivimos en Madrid estamos demasiado acostumbrados a la prisa y al traslado urgente y, bien mirado, ese camión taaaannnn lento era una oportunidad para poder disfrutar mejor del paisaje, pero uno anda tan empeñado en llegar a su destino que sólo es capaz de ver un retraso que, por otra parte, tampoco descuadraba una agenda previa casi inexistente y abierta por completo a la improvisación.

El premio, al final, hace que el esfuerzo, el retraso y la exasperación detrás del camión merezcan la pena: desde la altura de la otra vertiente Cadaqués se nos presenta como uno de esos pueblos que parecen haber elegido el lugar en el que ubicarse pensando en la belleza de la estampa, blanco inmaculado y abrazando una pequeña y hermosa bahía, es el pueblo que dibujaríamos –aun sin conocerlo- como ejemplo perfecto de villa marinera de la Costa Brava, de lo mejor que ofrece esta zona ya tan excepcional.

Pasea uno, ya abandonado el coche, por el borde de las pequeñas calas en las que el mar baña Cadaqués, de roca y piedra casi todas, profundamente mediterráneas, adornadas involuntariamente o no por algunas pequeñas barcas, mientras otras muchas esperan en el centro de la bahía, en un mar perfectamente en calma.

Algunos turistas y supongo que también algunos indígenas, se relajan en las pequeñas playas en este día de inicio del verano, más tomando el sol que bañándose. Lo cierto es que el principal atractivo de Cadaqués no son tanto estas rocosas playas como la forma en la que el pueblo se relaciona con el mar, por así decirlo.

Se puede seguir un camino ininterrumpido desde una parte a otra de la bahía, e incluso hasta su centro, más o menos: una pequeña isla desde la que se disfruta alguna de las mejores vistas de las blanca fachadas del pueblo.

Calle arriba

Aunque nos pese, en algún momento hay que dejar la orilla y empezar a ascender por las empinadas calles del pueblo. Cambiamos por completo de escenario: el blanco radiante de las paredes –limpísimas en todo el pueblo, por cierto- contrasta con el negro del extraño empedrado, parecido a la pizarra aunque no sé decir si lo eran.

El conjunto se completa con ventanas y puertas pintadas de vivos colores y con una planta –me dicen que buganvillas- que al inicio del verano están cargadas hasta parecer vides y de un color lila de una intensidad que parece artificial de tan saturado.

Algunas calles se estrechan hasta tener menos de un metro en algunos puntos, otras se abren en pequeñas plazuelas en las que difícilmente cabe una terraza con tres o cuatro mesitas. Por supuesto, en la mayoría de estas callejuelas es inimaginable el paso de un coche.

Algo de cultura

Una de las razones por las que se ha hecho famosa Cadaqués es porque allí residió durante años el que fue, posiblemente, el artista más mediático de España en el siglo XX: Salvador Dalí.

El rastro de Dalí es visible en muchos detalles en la localidad –y no digamos en los alrededores- pero lo más notable es que se puede visitar la que era su casa en la cala de Portlligat. Es una visita interesante, sobre todo para los fans del pintor – artista – comerciante, que en cualquier caso tienen en esta zona de la Costa Brava un auténtico paraíso: cerca de allí están también el Castillo de Púbol y el Teatro-Museo Dalí de Figueras, que todos reconocerán por su fachada de huevos – almenas que, personalmente, me parece algo de un gusto al menos discutible.

También hay en Cadaqués un Museo Municipal en pleno casco urbano que es bastante interesante, aunque sólo sea por la impresionante –y reformada- casa tradicional en la que está. En su interior se ofrecen exposiciones temporales así que el interés dependerá de lo que les toque en suerte, pero en cualquier caso atendiendo al nivel de la que yo pude ver y a lo bien montada que estaba, seguro que vale la pena pasarse por allí.

Pero lo más importante es que paseen, que disfruten de la brisa que sube veloz por los callejones, cargada de la tibieza salada del mar y de la preciosa bahía; que entren en las tiendas, en los cafés -los más modernos y los de toda la vida-, que se sienten en las terrazas y, en suma, que se adapten al ritmo lento y dulce de un lugar por el que parece que no haya pasado el tiempo o en el que, al menos, se diría que los minutos tienen algo más de sesenta segundos.

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