Avistando ballenas al sur de Tenerife o cuando la naturaleza se disfruta como un lujo
Uno de los atractivos quizá menos conocidos de Tenerife son estos viajes que permiten acercarse a estos animales fascinantes... y disfrutar del mar.
Quizá fuese porque en realidad no tenía muchas esperanzas de verlos, quizá porque la verdad es que tampoco soy de ese tipo de personas completamente fascinadas por la fauna, el caso es que nunca me había planteado el avistamiento de cetáceos como una de mis prioridades viajeras.
Sin embargo, las pocas veces que he tenido la posibilidad de navegar en una embarcación pequeña y en un mar en calma me ha parecido un auténtico lujo -¿será por eso que los ricos tienen yates? Tiene pinta que sí- así que cuando vi que en el programa de mi viaje a Tenerife una de las actividades era el avistamiento de ballenas pensé que, con ballenas o sin ellas, era estupendo.
Me quedé muy corto: la experiencia fue espectacular desde todos los puntos de vista y con un final -que todavía no voy a contarles- completamente inolvidable.
Desde Puerto Colón
La excursión partió de Puerto Colón, una de los localidades turísticas de la zona de playas meridional de Tenerife, pues la zona de avistamiento de cetáceos está a lo largo de toda la parte suroeste de la isla.
El barco era un velero precioso, el Big Smiles con una estupenda y experta tripulación que no sólo fueron amables sino también simpáticos. El mar estaba plano como una piscina infinita, el sol brillaba entre algunas nubes que le daban interés a las fotos, la temperatura era perfecta y Tenerife se nos iba mostrando más y más según nos alejábamos de la costa, hasta que el padre Teide se desembarazó de las neblinas que tantas veces lo rodean y se nos mostró, literalmente, en sus 3.178 metros de grandeza.
Ese navegar pausado y silencioso, ese deslizarse casi como sin tocar el agua, me parece que como les decía es uno de los grandes lujos de la vida, si lo completábamos con otros lujos más sencillos -algo de comida, una copa de vino de la isla- pues la cosa empezaba a ser gloriosa.
Entre todas esas sensaciones casi lujuriosas veíamos algunos barcos que seguían una ruta similar a la nuestra, pero siempre a una distancia prudencia que nos permitía sentir cierta soledad marinera, un punto de intimidad. A lo lejos los acantilados de los Gigantes se entreveían al extremo de la isla y, más al fondo aún, el perfil de la Gomera se nos presentaba como una posibilidad tan atrayente como imposible, pues estaba fuera del estricto programa del viaje.
¡Una ballena!
De repente el mar empezó a desvelarnos sus secretos: unos delfines saltaron no lejos del barco y bueno, ya podíamos contar que algo habíamos avistado. Sólo fue el principio: no mucho más tarde el pequeño barco se vio sacudido con la emoción eléctrica que recorría el Pequod cuando se veía el característico resoplido de agua surgir sobre las olas: "¡Una ballena!".
Como Ahabs de pacotilla e intenciones bastante más benévolas nos pusimos en tensión y también en marcha. Resulta que al final sí íbamos a avistar algo, qué cosas. Se inició entonces una persecución amable pero que también quería ser implacable: durante bastantes minutos fuimos siguiendo el rastro difuso del enorme animal, que se escondía de nosotros en largas inmersiones. Al decir del ojo experto de nuestro capitán era una yubarta y resultó que no sólo era una ballena sino que eran una madre y su cría, lo que probablemente explicaba el comportamiento un tanto esquivo de un animal que suele mostrarse bastante exhibicionistas, por así decirlo. En cualquier caso, ya podíamos considerarnos afortunados puesto que si bien es una de las especies más o menos habituales en las aguas, es una de las menos comunes.
Con esa sensación de triunfo que superaba con mucho el hecho de no haber logrado acercarnos tanto como nos hubiera gustado, seguimos navegando para seguir disfrutando y, aunque resultase improbable, intentar mejorar más aún nuestra suerte.
El gran final
Improbable pero no imposible… Poco después dar la vuelta y emprender el retorno al puerto llegó el momento cumbre del día: un grupo de puntos casi imperceptibles se nos acercaba por babor. Pronto fueron más que puntos y nuestros anfitriones y tripulantes los reconocieron como calderones tropicales. Y para nuestra sorpresa y maravilla siguieron acercándose más y más al barco, hasta que ya no estaban sólo al alcance de nuestras cámaras sino que literalmente podíamos tocarlos con las manos.
Ya sé que dentro del apartado de los cetáceos el calderón tropical es más bien pequeño, pero visto al natural y de tan cerca un animal de unos siete metros de largo y tres o cuatro toneladas de peso resultaba impresionante, aunque quizá aún nos llamaba más la atención esa forma casi cariñosa de nadar junto a nuestro barco e incluso de frotarse -¿acariciar?- el casco. Su piel brillante como metal tenía algo hipnótico y no pudimos apartar los ojos de ellos hasta que se fueron alejando nadando con la misma calma elegante con la que se habían acercado.
Como les decía al principio, no soy una persona tan interesada por la fauna como para que eso haya marcado mis preferencias como viajero, pero aún así les aseguro que estos encuentros -y, por supuesto, el lujo de navegar por aquella mar tranquila y con aquellas vistas maravillosas de Tenerife- han entrado por méritos propios al espacio en el que guardo mis mejores recuerdos viajeros.