Desde la última vez que la vi, hace ya un lustro de batallas incompletas, a la proa del mundo le han florecido todas las luces que apagó hace trece años la cólera de Alá. De aquel estigma quedan las llagas cuadrangulares hendidas sobre el asfalto en el sitio exacto donde se apoyaban las torres derribadas. Es un lugar extraño, una rara mezcla de santuario y escaparate de modernidad a donde acuden en masa peregrinos y turistas para rezar o rendirle culto al nuevo coloso de aristas afiladas que trata en vano de ocupar el hueco que quedó vacante en el skyline más famoso del mundo cuando las torres se vinieron abajo. Los peregrinos se apoyan en los balcones de piedra de ambos cuadriláteros, donde están esculpidos los nombres de las víctimas, y proyectan sus oraciones silenciosas sobre las láminas de agua que barren el fondo de los monumentos funerarios. A su lado, los turistas admiran con exclamaciones de asombro la nueva cima de acero que, ensamblada sobre un puzzle de triángulos opuestos y puntiagudos, se precipita desde abajo hacia arriba como un grito de orgullo en nombre de la libertad. Hay militares en traje de faena y armas al cuello que nos recuerdan cada pocos metros que aún estamos en guerra y que cualquier pedazo de tierra puede ser un Arlington gigantesco sin césped recién cortado ni cruces pintadas de blanco. En una esquina lateral, las costillas del estegosaurio que diseñó Calatrava para la nueva estación del Downtown aún están a medio colocar y las galerías subterráneas que atraviesan el One Trade Center tienen las colmenas acristaladas totalmente vacías, como si fueran escaparates de un mundo que se avecina. Todo huele a nuevo. La ciudad, también.
Ha cambiado de camisa pero sigue siendo la misma serpiente sinuosa antes de ofrecerle a Eva la dichosa manzana del pecado original. Bueno, no exactamente la misma. Nunca había visto más luces de Navidad en el Rockefeller Center, ni proyecciones nocturnas más espectaculares sobre la fachada de Saks, ni todas las mesas ocupadas en Petrossian, ni colas tan largas en Battery Park. Lamento decirle a Garci que ya no es posible comprar nada en Tiffany por menos de ciento veinticinco pavos ni encontrar entradas de última hora para un musical de Broadway por menos de ciento cincuenta. Cuando quise impresionar a mi mujer en el Oyster Bar del Plaza, cuyas inmediaciones ya no huelen a plasta de caballo, dos gorilas que montaban guardia en la puerta me preguntaron si tenía invitación para el evento privado que se estaba celebrando dentro. Supongo que llevo tanto tiempo en Madrid, agarrado a la cornisa de la crisis, que ya no recordaba los incordios de la prosperidad. Uno de ellos es que las ciudades se vuelven provisionales, tan fluidas y cambiantes como el célebre río de Heráclito. Dicen los nativos que eso es buena señal, pero yo no estoy tan seguro. Hay obras en cada manzana y andamios diseminados por todas partes. ¡Hasta en el interior de St. Patricks! El Seaport, al pie del Brooklyn Bridge, está cubierto con lonas mientras lo restauran de arriba a abajo. Casi nada permanece como yo lo recuerdo. Donde estaba el Brookstone de la Quinta han puesto una tienda de Lego, el Victoria Secret de la 57 es un almacén de paquetería, el café donde solía parar de regreso al hotel de Madison Avenue se ha convertido en una clínica veterinaria, el restaurante del Palace se ha reencarnado en un self service de platos preparados y la tabla redonda del Algonquin ha sido definitivamente tomada por unas gordas de Arkansas que espantan la onírica evocación de Dorothy Parker a base de vocerío y cheescake con sirope de frambuesa. La rebelión de las masas que describió Ortega ha terminado por imponer el fenómeno del lleno en los lugares que antes ocupaban las minorías selectas, reagrupadas ahora en círculos privados de acceso prohibitivo. Por eso no me atreví a ir al Carlyle. Había leído en la prensa que Woody Allen andaba tocando el clarinete en algún lugar de Extremadura y temí que su ausencia hubiera sido reemplazada por un karaoke de turistas japoneses. Supongo que como síntomas de dinamismo económico, movilidad laboral y versatilidad productiva esos cambios son buenos. De hecho, creo que lo son. Además de oler a pan de pita y maíz dulce, la calle despide un aroma de estabilidad política, seguridad económica y orden público que haría muy difícil, por no decir imposible, que Podemos vendiera una escoba. Todas esas ventajas, sin embargo, no lo son tanto para un turista de costumbres fijas.
Gracias a Dios hay cosas que no cambian. Que sepa Eduardo Torres-Dulce que la autoridad Federal aún no ha ordenado el cierre de Maloney & Porcelli, lo que nos permite pensar que el local es sólo lo que parece, y por fortuna aún sirven las mejores pizzas del East Side. P.J. Clarkes sigue siendo un valor seguro en cuestión de hamburguesas y respeto a la identidad original de los años 20. Cipriani despacha, como siempre, los dry Martini menos perfumados y más fríos de la gran urbe. Los Barnes & Nobel mantienen intactas sus cafeterías en la última planta de cada establecimiento de la franquicia y en el Waldorf Astoria, a pesar de que han cambiado de sitio el mostrador de las entradas de teatro y ya no atiende detrás de él la negrita vivaracha que tanto le gustaba a Alfredo Landa, los conserjes siguen siendo capaces de conseguir de un día para otro lo que en cualquier otro sitio parece misión imposible. Por lo demás, me reafirmo en mis tres convicciones más profundas: los taxis amarillos, cuando Audrey Hepburn mira el escaparate de Tiffany al comienzo de Desayuno con Diamantes, bajan por la 57 y no por la Quinta como sostienen mis cofrades de Cowboys de Medianoche cada vez que reproducimos in situ la misma discusión. El cruce donde atropellan a Deborah Kerr mientras se dirige al mirador del Empire State en la segunda versión de Tú y Yo es el de la calle 33. Refuto la versión de que McCarey trucara la toma con una transparencia para hacerla más cinematográfica. Y en Grand Central, por último, nunca ha habido cabinas telefónicas en el hall principal. Durante la filmación de Con la muerte en los talones Hitchcock las puso allí para que Cary Grant, antes de ponerse gafas de sol, luciera un primer plano de casi medio minuto. No son verdades de fe pero me gusta pensar que en la ciudad de mis sueños -a la que no he citado ni una sola vez por su nombre porque hay lugares que no necesitan nombrarse- las cosas siguen siendo como yo las recuerdo.