El tenis, el Colajet, las series y los odios absurdos eran mucho mejores de pequeña. El domingo, como cualquiera, disfruté de la final de Wimbledon entre Federer y Djokovic. Pero quizá lo que más me gustó fuera de lo convencional, y tengo que dar gracias a las televisiones que podemos pagar, fue el recorrido que Djokovic hizo por las instalaciones nobles del All England Lawn Tennis and Croquet Club. Y con sorpresa final. Porque vale que el serbio estuvo charlando con los duques de Cambridge o que saludó a Santana (lo besó), a Rod Laver o a Stan Smith (un tiarraco). Y que caminó con su hijo por los pasillos mientras lo aplaudían (menos todas esas mujeres y hombres que iban de uniforme. Militares y policías). La sorpresa final llegó cuando en el vestíbulo que daba a las puertas de los vestuarios lo esperaba Martina Navratilova como si fuera el ama de llaves de Rebeca. Nueve títulos de Wimbledon frente a los todavía cinco de Djokovic. Lo felicitó, saludó muy cariñosa al niño y desapareció por el vestuario femenino.
En el palco también estaba Chris Evert. Libertad Digital ha recordado en una galería los mejores partidos de la historia del tenis. Entre ellos, la final de Roland Garros de 1985 entre Evert y Navratilova (Evert ganó su sexto Garros). Entonces sí disfrutaba como una enana, sobre todo del tenis femenino, que yo creo que dejó de interesarme tras la retirada de Justine Henin y su revés. Y qué decir de la final de Wimbledon de 1980 entre Borg, que ganó, y McEnroe, que ya lo haría al año siguiente. Aquel tie-break del cuarto set. Y el juego chispeante de McEnroe. Pese a la convivencia y rivalidad de gigantes como Federer, Nadal y Djokovic, nada es como antes. La pasión desde el sofá quiero decir. Y eso teniendo en cuenta las alegrías de Nadal. Lo increíble que es Nadal en todos los aspectos (aunque el tenis de Federer sea más bonito). Estos tres juntos son como Dietrich Fischer-Dieskau, Elisabeth Schwarkopf y Victoria de los Ángeles (Federer es Victoria). Una coincidencia de genios excepcional. En la ópera y en el tenis.
¿Y de cuándo no iba a odiar yo a un serbio? ¿O a un croata? A los antiguos yugoslavos en general, que eran una pesadilla en el deporte. A ese Petrovic de antes del Real Madrid. Cómo eran aquellos partidos entre el Madrid y el Cibona de Zagrev con Petrovic y la lengua fuera. Otra vez la pasión en el sofá. El odio en el sofá. Ahora a veces hasta voy con Djokovic (cuando el contrario no es español).
Con las series pasa algo parecido. Me pasman los adultos extasiados con alguna ficción seriada. Sobre todo cuando han descubierto las series hace dos días. Yo no tengo nada que hablar con quien no se quedaba los sábados por la tarde en casa para ver La ley de los Ángeles. O esperaba las noches de Canción triste de Hill Street (qué título ridículo). O adoraba a Geraldine James en La joya de la corona y sufría por Peggy Ashcroft. Otra pasión de sofá. Este año ha habido series magníficas. Pero sólo me ha entusiasmado Gentleman Jack, aunque sea un chuchería. O por eso. Era la que esperaba los martes. Con más ganas que Chernobyl. Con Suranne Jones he vuelto al entusiasmo de la niñez y la adolescencia. Ni a la serie y ni a la actriz, claro, les han hecho caso en los Emmy. Ahora voy a probar con un Colajet. Los hacen sin gluten.