Que gaseen a Jamie Oliver
No consigo entender el boom de esos horribles programas televisivos de cocina, que en España son todavía más espantosos.
Morrissey quiere gasear a Jamie Oliver. Y que la princesa Ana de Inglaterra abra la espita. Mira, también podría asarlo en una plancha Princess. El cantante lo ha dicho a la revista irlandesa Hot Press. La razón, claro, la carne: "Ha matado más animales que McDonald’s". Ya tenía enfilado al chef. En enero lo criticó por cocinar carne: "Si Jamie Orrible está tan seguro de que la carne es sabrosa, ¿por qué no mete a uno de sus hijos en el microondas?". Morrissey es como Bernard Shaw y sus amigos de la Sociedad Fabiana, que estaban a favor del vegetarianismo y sus relaciones con el idealismo político. Como decía Pla, habían pasado de moda precisamente porque habían triunfado (y eso lo escribía en ‘Lo que hemos comido’, hace mil años). Lástima que la inquina de Morrissey contra el chiquitito Oliver sea sólo por comer y guisar bichos. Debo confesar a estas alturas de agosto de 2014 que ha llegado un momento en que no soporto ver gente cocinando. Me da igual si es quinoa o a Rin Tin Tin.
La culpa la tienen, claro, la televisión y el cine. La machaconería de tanta cocina. Si dicen fogones ya me da algo (como con los caldos para el vino y la paleta para los colores de la ropa un desfile de moda). Ahora mismo está en cartel la película Chef. Y próximamente llegará Un viaje de diez metros, de Lasse Hallström, donde Helen Mirren es la propietaria de un conocido restaurante francés. Qué tiempos aquellos en que me parecía tan mona Como agua para chocolate. Tontorrona y cursi, pero mona. Por no hablar de La gran bouffe o El festín de Babette. Ahora es ver un wok en la pantalla y apetecerme una cacerolada. Me da igual si el cocinero es Javier Cámara o Catherine Zeta-Jones. Hasta huyo de los restaurantes que tienen la cocina a la vista para no coger manía a los pobres cocineros. La pena, para mis lorzas, es que las ganas de comer no se me quitan.
No consigo entender el boom de esos horribles programas televisivos de cocina, que en España son todavía más espantosos que sus homólogos extranjeros. No me cabe en la cabeza el éxito de los concursos. Con adultos idiotizados y con niños atontados. Con gente malencarada (en un lado y en otro). Con participantes que se quejan de que más que la cocina, en estos espacios prima el espectáculo. Amárrame los pavos. Creerían que iban a The Culinary Institute of America. Y echo de menos a Elena Santonja bebiendo con Rosa Chacel mientras cocinaban. Y aquellas cartas que le mandaban llamándola borracha: hoy se lo habrían dicho en Twitter. También la llamaron guarra una vez que tocó algo con el dedo. El que le mandó esa carta ha debido de morir, si no estaba ya muerto, al ver a Jamie Oliver amasando las ensaladas. Pero Jamie Oliver es gloria bendita al lado de lo que ha venido después. Que nos han manoseado la cabeza con tanto emplatamiento (emplatar es ahora una palabra tan normal como "total" para Raquel Bollo). Me voy a gasear a lo Sylvia Plath. Pero en un horno pirolítico como los que usan en MasterChef.
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