Se publica estos días un libro que recoge la correspondencia que hubo entre dos grandes escritores: Miguel Delibes y Francisco Umbral. Son más de trescientas cartas cruzadas, las del primero escritas a mano y las de segundo a máquina, con su vieja Olivetti de siempre. Ya en el pasado otoño la Biblioteca Nacional rescató gran parte de ellas, mostradas públicamente con motivo del centenario del nacimiento del autor de Cinco horas con Mario. Una de esas primeras misivas, fechada hace justamente sesenta años, el 18 de abril, es encabezada por Delibes, bajo el membrete de "El director de El Norte de Castilla", del modo siguiente: D. Francisco Pérez".
De esa identidad nos ocupamos, habida cuenta que el celebrado Francisco Umbral, fallecido el 28 de agosto de 2007 a la edad de setenta y cinco años, ocultó desde 1958, cuando contaba veintiséis, sus verdaderos apellidos. ¿Razones? Por un lado, consideró que éstos, tan vulgares, no iban a ayudarlo a conseguir la fama que soñaba como escritor. Y por otra parte eran los dos de su madre, en su condición de hijo natural. Apenas conoció a su padre, su madre poco menos lo abandonó en sus primeros años y mantuvo con él una complicada relación. La vida del que iba a ser un renovador de la prosa española en sus miles de artículos y libros, un centenar, transcurrió desde su niñez hasta avanzada su juventud presa de una falta de cariño familiar, de aceptación en su entorno social. Fue su novia y esposa, María España, quien lo apoyó siempre a superar aquellos complejos. Lástima que el único hijo que tuvieron muriera a los seis años, víctima de una galopante leucemia, que los dejó sumidos en una dolorosa existencia. Francisco Umbral resolvió en esa penosa situación, ya incluso meses antes de que el niño falleciera, ir escribiendo el que iba a ser su libro más lírico, Mortal y rosa, pergeñado muchos días entre lágrimas constantes, lacerado su corazón finalmente por la pérdida del niño que tanto quería, hacia el que mostraba una infinita ternura.
Citaremos al escritor unas veces como Francisco, otras como Paco, pues así fue conocido. A su madre tardó en reconocerla como tal, pues en sus primeros años era para él "la tía May". Llamada Ana María Pérez Martínez, natural de la localidad leonesa de Valencia de don Juan, donde vino al mundo en 1905, fue secretaria particular en Valladolid de un prócer, empresario e intelectual, abogado asimismo: Alejandro Urrutia, natural de Córdoba. En la capital vallisoletana atendía un próspero negocio farmacéutico. Ana María era una belleza rubia, estilizada, elegante que amén de ejercer sus obligaciones burocráticas en el despacho del señor Urrutia, despertó en éste deseos de irrefrenable lujuria, hasta convertirse en amantes. Tenía el acosador caballero una consolidada familia y cuando su secretaria quedó embarazada de tres meses no movió ni un sólo músculo para ayudarla: al contrario, la despidió y no quiso saber nada en los primeros momentos del destino de Ana María ni del fruto que albergaba en sus entrañas. Ella, huyendo del escándalo que podría provocar su caso entre sus muchos conocidos de Valladolid, hubo de recurrir a unos familiares y amistades de pueblos cercanos, hasta pasados los meses precisos y se puso de parto. Entonces resolvería viajar a Madrid sin que tuviera más apoyo que su madre, pues el padre nada quería saber de ese niño que iba a nacer. Lo que sucedió el 11 de mayo de 1932, fecha que Umbral manipularía como transcurrida tres años después, en el Hospital Benéfico de la Maternidad, sito en la calle de Mesón de Paredes, número 80, al que acudían entonces las madres solteras y en precarias condiciones económicas y familiares. En la capilla de ese centro fue bautizado como Alejandro Francisco Pérez Martínez; queda dicho con los apellidos maternos como era preceptivo por ley. El futuro escritor, tan habituado a modificar su biografía a lo largos de los años, diría que nació en plena zona castiza, las merindades del Rastro, y bautizado en la misma pila que Mariano José de Larra.
Aquel niño no fue llevado con su madre a Valladolid, sino a un pueblo cercano, Laguna del Duero, donde fue criado por una nodriza hasta alrededor de los cinco o seis años, tiempo durante el cuál Ana María Pérez visitó muy poco a su hijo y cuando lo hacía en esas contadas ocasiones, era en calidad de "tía May", como ya quedó relatado. La abuela materna, Luisa, fue la única de la familia que iba más a verlo. Lo llamaba Paquito. Entre tanto, la madre del pequeño lograba ganar un primer puesto en las oposiciones a administrativa en el Ayuntamiento de la capital del Pisuerga, a lo que parece ser influyó algo su antiguo amante y padre de Paquito. Y cuando éste llegó a los catorce años de edad también se ganó un puesto de botones en el Banco Central de Valladolid, por el mismo conducto. Pero aún desconocía a su progenitor. Se consideraba huérfano. Se ignora cuándo su madre le hizo saber, primero, que ella era la autora de sus días, y no la "tía May", y segundo, la identidad del abogado Urrutia, su padre. Al que conoció siendo Paco un niño. Se desconocen los posteriores encuentros, pocos, entre ambos. Umbral recordaba únicamente que era un hombre muy rico, pero que pasó por momentos difíciles durante la guerra civil y tal vez fue encarcelado, muriendo mucho antes que la madre, pues era bastante mayor que ella. A quien el escritor trató posteriormente fue al poeta Leopoldo de Luis, uno de los hijos de Alejandro Urrutia, y por tanto hermanos. En los círculos literarios madrileños ya empezó a circular la especie de quién era el padre de Francisco Umbral, asunto que siempre éste, por razones muy comprensibles, había ocultado. Simplemente, podía responder a alguna pregunta curiosa, que era huérfano y su progenitor había muerto durante la guerra. Con lo cual, no mentía, pero se guardaba para sí las circunstancias de su llegada al mundo.
Fue muy poco a la escuela. Su educación resultó muy escasa. La culpa de que el niño no la completara era por el temor de su madre a que se supiera siendo soltera, lo que le privaría de seguir trabajando en el Ayuntamiento. Cuestiones de ese tiempo revuelto en la España metida en guerra civil. Poco a poco, aquel infante rubio, delgado, que pasaba hambre y frío, descubrió una compulsiva afición a la lectura. En la Biblioteca Municipal vallisoletana leyó cuantos libros halló de su gusto. Y si le faltaron estudios precisos, él mismo logró, gracias sin duda a su inteligencia y tesón, una notable cultura autodidacta. No obstante, en algunos de sus párrafos novelescos ponía en boca de su alter ego, lo siguiente: "A los diez años yo aún no sabía leer". Podría referirse a que no comprendía del todo cuantas lecturas elegía. Su salud era delicada y con dieciocho años estuvo en cama un año, culpa de la tuberculosis. Tiempo que aplicó a mayores lecturas: le impactó la primera novela de Miguel Delibes, al que aún no conocía: El camino. En 1953 murió su madre. Paco tenía veintiún años. Para él, significaba perderlo todo en esta vida. Le dio por escribir y en 1955 vio su nombre, Francisco Pérez, impreso en algunas publicaciones leonesas, dos años más tarde ya en El Norte de Castilla, que iba a dirigir muy pronto Delibes. Se hizo novio de una estudiante de Magisterio, María España Suárez Garrido. Y un primo le ofreció ser administrativo en la emisora La Voz de León. Fue cuando abandonó su puesto en el Banco de Valladolid, se marchó a la capital leonesa, desde donde mandaba poesías a María España: "Muchacha / ayer te he visto / y eres cuál la manzana de mi almuerzo".
En la mentada emisora compartió amistad con el entonces joven locutor de Ponferrada Luís del Olmo. Y allí también se hizo guionista. Leía artículos ante los micrófonos, uno muy especial a la muerte en Puerto Rico de Juan Ramón Jiménez, en la sección "Buenas noches", la primera vez que dio en llamarse públicamente Francisco Umbral. Fue el 29 de mayo de 1958. Umbral, para él significaba un tránsito, la linea divisoria que no iba a ser un lugar sombrío. Y, en efecto, aquel seudónimo haría diana en las letras españolas andando el tiempo. Antes, el 8 de septiembre de 1959, en íntima ceremonia, contrajo matrimonio con su vecina de los jardines vallisoletanos de Campo Grande, María España. Convino con ella dos años más tarde que debía irse a Madrid para alcanzar la gloria literaria que soñaba. Y ella, tan enamorada, tan pendiente de "su Paco", dijo que lo esperaría.
Umbral, a partir de 1961, pasó hambre y fatigas en pensiones de mala muerte, pero fue relacionándose con escritores, periodistas, pintores, intelectuales, a través de cuyas amistades pudo ir "haciendo carrera" con el paso del tiempo, hasta que mandó a su esposa el recado de dejar Valladolid para montar su hogar madrileño, adonde el 14 de octubre de 1968 nació su hijo Paquito, Francisco Pérez Suárez. Umbral ya tenía treinta y seis años, María España cuatro menos. El pequeño, rubiasco, era la alegría del matrimonio hasta que contando cuatro años le diagnosticaron una imparable leucemia, y a punto de cumplir los seis, moría. "Pincho", como sus padres lo llamaban, dejó en ellos un pozo de tristeza que nunca superarían, desde aquellos días amargos cuando ya ocupaban un confortable piso en una zona alta de Madrid, la calle de Félix Boix, cerca de la plaza de Castilla.
Francisco Umbral necesitaba, aparte de escribir artículos a diestro y siniestro, entrevistas a actores que mandaba a El Norte de Castilla, reportajes en Mundo Hispánico que le publicaba su ya amigo José García Nieto, colaboraciones en la agencia Colpisa, que fundó su buen amigo Manu Leguineche, conseguir con sus primeras novelas el eco literario que ambicionaba. A medias lo consiguió con Travesía de Madrid y La noche que llegué al café Gijón pero la que le supuso una popularidad inusitada fue El Giocondo, donde "puso a parir" a muy notables asiduos al antes citado café, entre ellos Adolfo Marsillach, Paco Rabal, María Asquerino… El poeta y flamencólogo Fernando Quiñones quiso darle una paliza el día que Umbral volvió como si nada al Gijón. Hasta que los dueños le dijeron que era mejor que no volviera a pisar el local.
Es a mitad de los años 70 cuando Francisco Umbral cimenta su notoriedad. Se incorporará al diario El País como articulista, donde María España, su mujer trabajará como fotógrafa y también en otras publicaciones, con excelentes trabajos. Entre los reporteros, ella se ganó pronto la amistad y el reconocimiento, a lo que contribuía con su carácter afable. Compartí con ella y otros colegas un viaje a Tailandia. A la estación madrileña de Chamartín, pues teníamos que ir en tren hasta París por una huelga de controladores aéreos y desde Orly embarcar hasta Bangkok, se desplazó Umbral para despedir a su mujer. Hablé con él un rato, mientras tomábamos un café. Paco me dijo que le aterrorizaban los aviones y le aburrían los trenes; aparte debía atender sus muchas colaboraciones. Y se quedó en Madrid. En aquel aparte que hicimos los dos advertí que la voz campanuda del escritor se modificaba para conversar conmigo en tono menos ostensible. Lo que asimismo corroboré más veces cuando compartíamos almuerzos en la Peña Primera Plana, de la que yo era cofundador. Y allí, Umbral era divertido, ácido a veces, pero sin la pedantería que utilizaba en otros ámbitos. De lo único que se quejaba aunque fuera el mes de agosto era de tener frío, para lo cual no se quitaba su inseparable bufanda o "foulard". Lola Flores, a la que él biografió, lo apodó "El constipaíllo", que yo se lo escuché en una sobremesa. Él mismo contaba: "Periódicamente me envuelvo en papel de retrete y así, ya momia fecal, leo periódicos, hablo por teléfono con desconocidas que seguramente se están mirando desnudas en el espejo mientras me llaman". La verdad es que sufrió mucho en vida por diversas dolencias, mareos, neurosis, que combatía con distintas pastillas, de lo que solía escribir. No hay un escritor que más se refirió a sí mismo en sus trabajos periodísticos y novelísticos. Constantemente autobiografiándose. Pienso que hay mucha gente, que nunca leyó una línea del inmenso prosista que fue, que tiene en mente sólo una imagen de Francisco Umbral: cuando lo entrevistó en televisión Mercedes Milá y él, impaciente porque no le preguntaba nada sobre su último libro, la atajó diciéndole: "¡Que yo he venido aquí a hablar de mi novela!".
Tenía ocurrencias divertidas, como aquella vez que nos citó a media docena de periodistas en una pollería de la madrileña plaza Mayor para promover una de sus obras. Otra vez su editorial nos remitió la invitación a otra de sus presentaciones, en la que por indicación suya advertía que iba a asistir "la gorda de los cócteles". Que en efecto era una señora que se colaba en cualquier evento social o literario. También firmó autógrafos en unos panecillos recién salidos del horno de una fábrica, donde presentaba su libro Iba yo a comprar el pan. Solía citar en sus artículos a mujeres de la farándula, sus musas. Estudiantes de periodismo le pedían citas y él se reunía con algunas. Lo sorprendí con una de ellas a las cuatro de la tarde en la cafetería de un gran hotel. María España le consentía esas conquistas de las que él se ufanaba: puede que la mayoría fruto de su imaginación o endiosamiento. Las feministas lo aborrecían, atacándolo a veces físicamente. Y los Guerrilleros de Cristo Rey lo atacaron en la cafetería California de la madrileña calle de Goya. Jimmy Giménez Arnáu fue a casa de Umbral, para pedirle cuentas del por qué había dicho en un artículo que se había casado con Merry, nieta de Franco, dando "un braguetazo de oro". Algo atemorizado, cuando Jimmy, antiguo amigo suyo de correrías nocturnas le increpó que por qué no se metía con su madre, Paco le respondió, titubeante: "No, si eso ya lo he hecho". Desarmado, Jimmy se fue sin haberle roto la cara como pretendía. Sabía Umbral, como había aprendido de uno de sus maestros, César González-Ruano, que "uno es más si sabe que lo miran". Y él no hizo otra cosa en su vida que presumir de muchas cosas: "Soy un quinqui vestido por Cardín", se autodefinía. Cuando no en su afán provocador confesaba ser un mentiroso y hasta un cabrón, con esa misma palabra. Pero fue un gran escritor, con sus filias y fobias, como publicar un libro a la muerte de su gran amigo, Camilo José Cela, titulado Un cadáver exquisito, parafraseando una conocida película, donde el premio Nobel no sale muy bien parado. Tal vez hoy Umbral esté semiolvidado.
Tras un breve paso, apenas un mes, por las páginas de ABC cuando accionistas y suscriptores clamaron para que suspendiera su colaboración a la que accedió por empeño personal de Luís María Anson, tras abandonar El País, (donde lo echaron con una elevada indemnización) plasmó en las de El Mundo (a razón de un millón de pesetas mensuales, dijeron) de nuevo su facilidad como articulista. A él se debe, entre algún otro término, el de "tardofranquismo", tan utilizado luego por más de un comentarista político. Hay un premio de novela para jóvenes autores que anualmente concede la Fundación que lleva su nombre, radicada en Majadahonda donde él vivió sus últimos años con su mujer, felizmente, en aquella dacha, como decía. Y ahora, con la correspondencia entre él y Delibes, que se publica (Miguel lo llamaba en sus últimos tiempos Pacorris) quizás su nombre vuelva a estar, siquiera un tiempo, otra vez en el recuerdo. Si hay interesados en conocer más a fondo la personalidad de Francisco Umbral no hay mejor obra que la publicada por Anna Caballé, extraordinaria biógrafa, que plasmó en El frio de una vida un interesante y extenso trabajo sobre este escritor, retrato magnífico editado por Espasa. Cuando Francisco Umbral murió, sus cenizas fueron depositadas junto a las de su hijo "Pincho" en el cementerio de la Almudena.