El "braguetazo" de Felipe de Edimburgo, que llevó con humor (y poniendo los cuernos) los sacrificios de la Corte
Felipe de Edimburgo ha muerto a los 99 años.
En 1947 fueron anunciados los esponsales de la princesa Isabel de Inglaterra con el teniente de navío Felipe Mountbatten, hijo del príncipe Andrés de Grecia, uno de los tataranietos de la legendaria reina Victoria de los británicos. Así pues, los novios, que se conocían desde niños, descendían de una misma, lejana dinastía.
El ahora difunto Duque de Edimburgo vino al mundo el 10 de junio de 1921 (le ha han faltado apenas dos meses para llegar a centenario, por tanto) en el palacio de Mon Repos de Corfú, Grecia. Sus estudios se centraron en la Real Escuela Naval de Dartmouth. Toda su juventud estuvo presidida por sus servicios en el mar, muy en concreto durante la II Guerra Mundial, que le permitió al concluirse ostentar el grado de teniente de navío.
La primera vez que Isabel y Felipe se vieron fue en la boda de Marina de Grecia con el duque de Kent, parientes de ambos. Isabel contaba ocho años, cinco menos que él. Se reencontraron al cabo de un quinquenio, en la ya citada Escuela Naval de Dartmound. La princesa, aún adolescente, quedóse lo que comúnmente se dice en casos así, "colada" ante la imponente presencia física del ya cadete de la Royal Navy, Felipe Mountbatten, que con dieciocho años despertaba la admiración femenina, comenzando a sumar conquistas de jovencitas prendadas de su apostura.
Una prima de Isabel, Margareth Rhodes, escribiría en su libro de recuerdos que Isabel se enamoró entonces del que iba a ser su futuro esposo. Fueron muchas las cartas que intercambiaron a partir de aquel año, 1939. Amor a primera vista, probablemente el primero que sintió la princesa británica, no así en el caso de Felipe. El caso es que no iba a ser un matrimonio de conveniencia. Aún nadie presentía, ni ella misma, que fuera a ser reina cuando menos se lo esperaba. Y su enamorado tampoco imaginaba que iba a ocupar el puesto de consorte durante muchísimos años.
Había un obstáculo en aquel noviazgo en la Corte inglesa: "No caía bien" aquel descendiente de los Mounbatten, de los que se decía habían simpatizado con los nazis. Por si esa acusación, fuera o no cierta y resultara en principio el único inconveniente, de Felipe comentábase que era un poco desclasado, tal vez por su exilio, nada amigo de los rigores de palacio, sin patrimonio apenas, un caballero venido a menos que, acaso, buscaba en su matrimonio con Isabel poco menos que dar eso que en la calle se ha llamado siempre "braguetazo". Es difícil conocer a fondo los verdaderos sentimientos humanos. Aparentemente, Isabel y Felipe eran dos jóvenes muy enamorados, y la princesa trataba de dar por terminado el noviazgo para casarse cuanto antes. Tenía veinte años y su progenitor, el rey Jorge VI, trató de disuadirla, esperando que cumpliera la mayoría de edad. Total, un año de espera. Para no desairarlo, así sucedió. Y la boda, con toda pompa y esplendor que se escribió siempre en acontecimientos principescos tendría lugar el 20 de de noviembre de 1947. Naturalmente en la abadía de Westminster, donde por lo común siempre se han celebrado acontecimientos regios. La pareja tendría cuatro hijos, como harto sabido es: Carlos, Andrés, Ana y Eduardo. Por unas causas u otras más de un disgusto les causaron, sobre todo los dos mayores. Y no digamos el primogénito y su infortunada boda con Diana. Por no añadir lo acaecido hace pocas semanas, con las declaraciones de Harry y su esposa, la actriz Meghan, que tantos quebraderos de cabeza han supuesto para la reina y su familia.
El padre de Isabel se convirtió en monarca tras la abdicación de su hermano Eduardo VII, por culpa de una dama norteamericana, Wallis Simpson, de la que se enamoró hasta las trancas, de tal modo que como amante ella no podría permanecer en la Corte mientras él reinaba; prefirió renunciar a su regio sillón, abandonando incluso Inglaterra para vivir entre Francia sobre todo y los Estados Unidos. La pareja vivía ostentosamente, en París, en la Costa Azul, viajaba constantemente (a España vinieron en distintas ocasiones) gozando de su condición social y sin que el ex-monarca diera "un palo al aire". Un celebrado corresponsal de "la Vanguardia" en Nueva York, Ángel Zúñiga, refería que cuando aquellos Duques de Windsor, que eran los títulos que ostentaban una vez dejaron Londres, acudían a alguna recepción, solicitaban de los invitados ser tratados como creían corresponderles, entre reverencias y atenciones especiales. Lo que consiguieron fue que cada vez se distanciaran de ellos. Eran pesadísimos con sus ínfulas protocolarias que exigían a su alrededor.
Así es que tras la abdicación de Eduardo VII, su hermano reinó desde 1936 hasta su muerte en 1952. El fallecimiento de Jorge VI supuso la llegada al trono de Inglaterra de su hija Lilibeth, como era llamada familiarmente. Habían transcurrido casi cinco años y medio de su boda con Felipe y con veinticinco cumplidos fue coronada en la abadía de Westminster, ese escenario como decíamos, de los grandes sucesos en la Corte británica. Con decir que la BBC televisó el acontecimiento cabe imaginarse la cantidad de millones de telespectadores que siguieron la ceremonia. No aquí en España, claro, donde aún no gozábamos de ese invento que iba a cambiar nuestra sociedad. Fue el 3 de junio de 1953. A partir de entonces, Felipe, ya Duque de Edimburgo, supo que debía caminar unos pocos pasos detrás de su esposa, la flamante reina de Inglaterra, coronada como Isabel II.
Felipe, príncipe consorte, ya había abdicado de otros deberes que le impusieron al casarse con Isabel, entre ellos a la renuncia de su apellido, Mountbatten. Sus deberes con la Corona no eran cosa de moco de pavo. Debía siempre aceptar unas obligaciones que le marcaba cada gobierno de turno y, en general, el protocolo de la Corte, entre viajes, inauguraciones, almuerzos y cenas, recepción de ilustres invitados, asistencias a bodas y eventos regios… Para un hombre como él que, de soltero, aparte de la disciplina militar, era libre para no estar sujeto a prescripciones de ninguna clase, por supuesto incluidas sus constantes aventuras con chicas, el sacrificio que le supuso convertirse en consorte, fue grande. Menos mal que, exhibiendo a menudo su buen humor de auténtica flema británica, ha compartido su vida con Isabel de la mejor manera posible. Porque la reina también en privado sostiene esa bonhomía, de lo que se deduce que en su trato en cuanto a conversaciones se refiere, a la vida diaria en palacio, en sus viajes, siempre han mantenido esa misma sintonía. Otra cosa distinta han sido sus relaciones maritales, enfriadas ya hace mucho tiempo, después del nacimiento de su cuarto y último hijo, cuando decidieron dormir en camas separadas. Isabel II siempre fue consciente de las escapadas palaciegas de su marido, pero las disculpaba en privado: "Los hombres son así, necesitan buscar otra cosa que no encuentran de casados en el hogar", venía a confesar, según sus biógrafos. La mayoría de ellos coinciden en los romances más conocidos del Duque de Edimburgo, en su vida disipada, en su necesidad de holgar en corrales ajenos, en poseer una vía de escape, que siempre fueron las mujeres. No iba a estar los días libres de compromisos oficiales siempre leyendo, su afición favorita.
Ya en su juventud frecuentaba un club privado del Soho londinense, no precisamente barrio de su alcurnia, para divertirse con señoritas de dudosa moralidad. Comentaba que debía zafarse de sus guardaespaldas para ir a sitios de baja estofa. Pero gozó de damas muy distintas, unas muy cultas, como la escritora Daphne du Maurier, que era catorce años mayor, lo que al Duque jamás le importó. Entablaron amistad a raíz de que el marido de ella era secretario del Duque, Frederick Arthur Montagne Browning. Al Duque no le importó esa circunstancia para encamarse con la ilustre novelista. En cuanto al burlado esposo digamos que "se hizo el ciego", elegante manera de eludir entre sus amistades su situación de consentido.
La actriz Cobina Wright Jr., que había conocido a la futura reina Isabel en 1939, fue uno de los más impetuosos amores del Duque, al punto que estuvo a punto de casarse con ella. No se olvide que por esa época aún estaba soltero. Mas ella se negó a la boda, casándose luego con un millonario americano.
No se arredró nunca Felipe por las contrariedades que tuviera en el amor. Le contaba a su tío Luis Mountbatten algunas de sus aventuras y éste, correspondiéndole en esas debilidades llegó a cederle una de sus amantes, Sasha, duquesa de Abercon, que era por cierto prima de Isabel II. Los cuernos en familia parece que se soportan mejor. Fue también el caso de Alexandra de Kent, otra prima política de la Soberana, en cuya boda fue una de sus ocho damas de honor. Su primo Felipe fue amante suyo por un tiempo. En ese ambiente sin pudor alguno ni respeto entre parientes, nuestro protagonista dio en intimar con lady Penny Brabournne, cuyo marido era ahijado de aquel. Terminó ella dejándolo para convertirse en una de las más asiduas en el catre del príncipe. Desde que iniciaron su idilio en un partido de polo, deporte muy practicado entre los aristócratas ingleses, ella con veintidós años y él con cincuenta y cinco, vivieron un frenético y prolongado idilio; quizás Penny haya sido otro de los más grandes amores del príncipe Felipe. Y dentro de esas licencias que éste siempre se tomaba no dudó en "quitarle la novia" que tenía su hijo menor, Eduardo, de dieciséis años, Romy Adlington. Encantada de haber "hecho el amor" con un caballero como el Duque que contaba sesenta y seis años, resolvió contárselo a joven Eduardo, que no sabemos si estaba al hilo del asunto; el caso es que rompieron, como era de esperar. La esposa de otro de sus ahijados, Norton Knatcbull, conde Mounbatten de Birmania, de lo que se deduce era pariente del Duque, de nombre Penny Romsey, fue otra de las féminas casadas que no pudo resistirse al encanto del marido de la reina.
Los ligues del príncipe consorte podían surgir en cualquier parte. La elegancia, el porte, sus ocurrencias verbales eran bazas que nunca le fallaban. En el London Hippodrome un amigo le presentó a Pat Kirkwood, bailarina de cabaré cuyas esculturales extremidades volvieron loco al Duque. Su especialidad era la danza del vientre, lo que excitaba más a Felipe. Era una artista porno, claro. La noche en que se conocieron fue para la pareja una explosión de lujuria en las cama. Acabaron naturalmente desayunando juntos.
A Patricia Kluge le gustaban mucho los caballos. Tanto que, consciente de que era una de las aficiones también de Felipe de Edimburgo, consiguió ser invitada a palacio, donde sus cuadras de equinos siempre estuvieron muy cuidadas, dado que Isabel II como es sabido, siempre se manifestó como una experta amazona. Menos apasionado que su esposa, Felipe aprovechó la presencia de la tal Patricia para mostrarle las caballerizas, al tiempo que "le metía mano" hasta lograr su objetivo. Nada podía impedírselo, ni siquiera sabiendo que estaba casada con el millonario John Kluge, quien propietario de una espectacular finca en Escocia invitó al Duque a pasar unos días de descanso. Lo que él aprovechó para a espaldas del iluso anfitrión coronarlo con toda su maestría seductora.
Otra dama de origen francés y dudosa reputación, Helene Cordet, se suma a esta lista de amantes interminables del difunto príncipe consorte (o consuerte, como lo motejó Jaime Peñafiel, el periodista mayor experto en bodas reales). Tan intensa fue la amistad sentimental que tuvo con Felipe de Edimburgo, que después de ser amantes largo tiempo, ella se casó. Y quien la llevó hasta el altar como pàdrino ¡fue el Duque! Esto que contamos sería un magnífico episodio para alguna película surrealista. Tanto se amaron que él no vaciló en rascarse el bolsillo y ayudarle a pagar la inauguración de un cabaré del que Helene fue propietaria. Tuvo dos niños, Louis y Max. Los llevó al mismo colegio en donde estudiaban los hijos varones de Isabel II. Tantas atenciones dieron tema a los biógrafos del Duque para insinuar si esos dos retoños de "la Cordet" no llevarían sangre azul. Suposiciones que gravitaron sobre la vida del marido de la reina. Hijos ilegítimos se creyó que fueron los que tuvo una dama argentina, Magdalena Nelson Blaquier.
Y ya que hemos citado Argentina no hemos de soslayar otra historia que cuando se casó el príncipe Andrés con Sarah Ferguson (divorciados hace ya tiempo como es harto notorio) salió a la luz pública. Y es que Felipe de Edimburgo mantuvo un lío amoroso con la madre de Sarah. El esposo de la desvergonzada señora, Ronald Ferguson, manifiesto cornudo, tuvo una feliz frase para comentar su desdicha: "Mientras yo jugaba al polo mi mujer "jugaba a otra cosa".
A la vista está que la vida de Felipe de Edimburgo, por muy sacrificada que haya sido desde que se casara con Isabel II, convirtiéndose poco después en príncipe consorte, ha tenido otras compensaciones, como fue su historial amoroso con decenas de mujeres, quizás cientos. Nosotros hemos seleccionado sólo unas pocas. En la serie The Crown, emitida recientemente en una canal de la televisión inglesa, se exponían algunos capítulos poco edificantes de La Firma, que es como en el ámbito de la Corte inglesa se conoce a sus miembros. Siempre con el respeto debido y más en este luctuoso trance, podríamos concluir, dado que el finado gozaba gastando bromas a diestro y siniestro, que acaso sabiéndose ya tan longevo, a punto de cumplir en junio los cien años, aquello de "¡que me quiten lo bailao!".
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