Elizabeth Taylor, considerada una de las más bellas actrices de toda la historia del cine, falleció hace ahora diez años, el 23 de marzo de 2011, víctima de insuficiencia cardíaca. Fue una de las más longevas de su generación, activa hasta 2001. Y si entonces ya no apareció más en imágenes, huyendo de la soledad que tanto temía, hizo lo posible por mantener romances con varios hombres después de su intensa vida sentimental, con ocho matrimonios celebrados y una nutrida lista de amantes.
Ella misma ya había dispuesto que en su lápida mortuoria figurara esta palabra: "Vivir". No nos consta que así sucediera, pero su deseo obedecía sin duda al objetivo de toda su existencia. Y si en el cine consiguió glamour, fama y dinero, aunque no todas sus películas sean dignas de ser recordadas, no nos cabe duda alguna que fue de las pocas en ostentar merecidamente el término de estrella. En el terreno personal tuvo más fracasos que felicidad, aunque ella estuvo hasta el final jugando al amor porque necesitó siempre tener un hombre a su lado, incluso paras pelearse con él, como tantas ocasiones hiciera con quien fue el que más amó, Richard Burton. Casada dos veces con el formidable y a veces airado personaje interpretó a su lado una película que retrataba muy bien la propia historia real del matrimonio: ¿Quién teme a Virginia Woolf?
Hasta sus últimos días habitó una inmensa casa en el exclusivo barrio de Bel-Air, Los Ángeles, California, donde han vivido siempre las grandes figuras de Hollywood. Muebles de categoría, cuadros de pintores prestigiosos, instalaciones cómodas y lujosas... Y a su servicio un buen número de empleados, entre el mayordomo, chófer, cocinero, asistentes, jardineros… Los dirigía con mano de hierro. Y siempre, como ha sido preceptivo entre los grandes de su profesión, firmantes de una cláusula de confidencialidad.
Los últimos años de vida de Elizabeth Taylor los pasó en esa casa mencionada. Porque ya en cine, después de bastante tiempo alejada de los focos, se despidió en 2001 con una colaboración en The Old Broads. Y todo porque se lo pidió la guionista y también actriz, Carrie Fisher, que era hija de quien fuera gran amiga de Liz, Debbie Reynolds. Ésta, nunca le perdonó haberle "robado el marido", Eddie Fisher, para casarse con él. Sólo ya muchos más tarde parece que se reconciliaron de cara a la galería. Eddie, que fue uno de sus seis maridos, trató de ver a Liz cuando ambos ya pertenecían al club de los jubilados, más ella no quiso saber nada de quien fuera actor y cantante, que precisamente al casarse, dejó de lado su carrera musical para seguirla a todas partes, como la Costa Brava, donde pasaron la luna de miel.
La salud de Liz Taylor, pese a su empeño siempre de seguir en candelero, se deterioró mucho a partir del nuevo siglo cuando en 2004 fue diagnosticada por vez primera de padecer problemas cardíacos. También se le apreciaron síntomas de una enfermedad degenerativa, que alertó a sus cuidadores: podría tener que vivir el resto de sus días sentada en una silla de ruedas. Temía seguir en cama tratada como una inválida. En 2009, no tuvo más remedio que someterse a una delicada operación quirúrgica de corazón.
Habían circulado tres años antes rumores de que padecía el mal de Alzheimer, lo que desmintió en un programa televisivo. No renunciaba a su condición de diva. Y para mantenerse en forma no le importó salir de vez en cuando a algunos de los restaurantes de moda en compañía de un joven actor que se sintió muy atraído por ella, al punto de que bromearon con casarse, lo que nunca sucedió. Ella contaba sesenta y nueve años, y él cuarenta y años: era Jeff Goldblum, un galán emergente. Y quien asimismo era otro de sus "cavaliers servants", George Hamilton, se enorgullecía como pavo real yendo a su lado. Decían que entre ambos únicamente existía un amor platónico. Mi buen amigo Enrique Herreros sostenía lo contrario. Resultaron ser fogosos amantes. En Marbella, por ejemplo, ocuparon una "suite" del Marbella Club, donde otro colega mío llegó a captar a Liz en "top- less", aunque aquel reportaje no viera jamás la luz. Y ya conté en otra ocasión que estuve a medio metro de ella, frente a frente, cuando vino al Festival de Cine de San Sebastián y advertí una evidente pilosidad encima de sus bonitos labios. No se depilaba. Y ello no puede desmentírmelo nadie, desde que fijé mis ojos en los suyos, de bello color violeta, durante una recepción en el Ayuntamiento donostiarra, cuando se detuvo ante la colega que estaba a mi lado, saludándola, a lo que la estrella correspondió con la mejor de sus sonrisas. Una fotografía que conservo en mi archivo lo atestigua.
También se supo que Liz compartía gran amistad con el veterano Rod Steiger, quien por cierto tenía cierto parecido físico con el difunto Richard Burton. Pero entre ambos se cree que todo quedó en verse de vez en cuando para almorzar o dar algunos paseos. Sin embargo, el idilio que tuvo más consistencia, aunque no fuera muy publicitado en las revistas, fue el que mantuvo con Jason Winters, rico afroamericano de cuarenta y nueve años, que dirigía una oficina de representación de actores. Les separaban casi treinta años de diferencia, lo que no fue obstáculo para que se les viera muy contentos mientras se besaban apasionadamente. Fueron días felices para Elizabeth Taylor, cuando se atrevía a sacar de la caja fuerte de un banco el diamante Krupp de treinta y tres quilates que le había regalado Richard Burton. Era la joya más valiosa de su preciada colección. Con ironía, la actriz dijo una vez: "Los maridos van y vienen, en cambio los diamantes duran una eternidad".
Su fortuna fue estimada por la revista Forbes en algo más de seiscientos millones de dólares. Liz veía periódicamente aumentar sus cuentas bancarias a propósito de sus dividendos como beneficiaria de la marca de perfumes que aún siguen comercializándose con su nombre, distribuidos por la importante firma Elizabeth Arden. En ese aspecto, Liz Taylor pudo estar tranquila porque fue rica hasta el término de sus días; ya desde luego cuando su memoria estaba desgastada, acusando fallos que sólo se conocían en su entorno, lo mismo que también sus movimientos se veían lastrados, precisando de la ayuda de alguna de sus doncellas, o el uso de una silla de ruedas si necesitaba trasladarse por su cuenta alrededor de su mansión. Quedaba su pasado, una leyenda que pertenece al Hollywood dorado.