Se cumplen veinte años esta semana de la boda del doctor Iglesias Puga con la norteamericana de color Ronna Keitt, con quien tuvo dos hijos. La madrastra de Julio Iglesias se fue a vivir a los Estados Unidos, a Jacksonville, a poco de fallecer su esposo. No tiene contacto alguno con los medios informativos españoles ni tampoco con el cantante.
La ceremonia nupcial tuvo lugar el 1 de marzo de 2001. En la intimidad. Y no se enteraron ni Julio ni Carlos, los dos hijos del doctor. Una boda que los enamorados celebraron inesperadamente, casi de la noche a la mañana, aunque ya convivían desde 1990, a poco de conocerse. Fue en el ayuntamiento de Jacksonville. De carácter civil, claro está. Él, legalmente, seguía siendo marido de Rosario de la Cueva, aunque ya llevaban largo tiempo separados. Rosario había aguantado estoicamente toda suerte de infidelidades del expansivo doctor.
Julio Iglesias Puga era un ginecólogo prestigioso que prestó sus servicios siendo muy joven en la Seguridad Social, de los primeros de ejercer en ella y de practicar el parto sin dolor. Ferviente franquista, gozaba de importantes amistades cuando atendía la Maternidad madrileña, de la que fue uno de sus fundadores, clínica especializada en la calle de O´Donnell. Un seductor nato que antes y después de casarse con Rosario de la Cueva tuvo muchos romances. Nosotros le conocimos el penúltimo, antes de unirse a Ronna: una enfermera suya llamada Begoña, que contaba veintidós años en tanto el doctor, sesenta. Guapa, morena, de vistosa presencia, que llegó a contarme en uno de los fugaces encuentros que tuve con ella que ya estaba cansada de ser una especie de florero, puesto que el ginecólogo no quería separarse de su mujer. Era sólo su paciente amante y se veían en un discreto lugar. Harta de la situación rompió con él y poco después se casó.
Una tarde del mes de agosto de 1990 estando el doctor Iglesias Puga en una terraza del madrileño paseo de La Habana en compañía de su guardaespaldas y chófer, Jesús, acertó a contemplar a dos chicas jóvenes que tomaron asiento cerca de ellos. Rogó el doctor a su empleado que se acercara a esas muchachas para invitarlas a lo que quisieran. Con la labia que caracterizaba a Papuchi, como se motejó al doctor, logró algo sorprendente: que esas dos jóvenes norteamericanas, que estaban de paso de vacaciones en Madrid, aceptaran viajar a Galicia con su desenfadado anfitrión. Marcharon a la tierra gallega del doctor, pero antes la amiga de Ronna Keitt, que era de la que se había enamorado, los dejó solos y volvió a Norteamérica. Ni que decir tiene que entre Papuchi y Ronna se estableció pronto una especial relación con derecho a cama. Y de regreso a los Madriles, tras un mes de apasionadas noches galaicas, comenzaron a convivir en la casa que el rejuvenecido Romeo que llevaba cincuenta años de diferencia a su Julieta, tenía en la calle de San Francisco de Sales. Ya hacía algún tiempo que había abandonado su hogar en tanto su esposa, Rosario, muy piadosa, rezaba todos los días por su libidinoso marido. Que seguía "a su bola".
El doctor estaba eufórico con Ronna. Viajaban juntos constantemente. Él la complacía con toda clase de regalos y caprichos. Ronna había seguido unos cursos de Filología y en esa época de estudiante se ayudaba económicamente prestando su figura para unos anuncios. Su vida cambió para gozar de una serie de comodidades que jamás se hubiera podido permitir. Con gran sentido del humor había congeniado pronto con el siempre jovial doctor, que manejaba alegremente sus tarjetas de crédito. Frecuentemente coincidían con las giras de Julio Iglesias. Éste, viendo tan feliz a su Papuchi nunca le recriminó que se amancebase con la norteamericana, aunque por dentro era consciente de los muchos sufrimientos de su madre. Su padre le había salvado de quedarse inválido tras aquel accidente de coche al oponerse a que lo operaran. Y esa razón junto a otras de evidente carácter filial pesaba para no reñirle jamás.
Papuchi había prometido a Julio y Carlos, sus hijos, que no se volvería a casar hasta que su madre falleciera. Ya enferma Rosario, seis meses antes de la muerte de ésta, el doctor incumplió su promesa pensando que él mismo podría morir en cualquier momento; de ahí que propusiera a Ronna casarse lo antes posible, cuando ya, como dijimos, llevaban juntos once años. Y Julio y Carlos Iglesias tuvieron conocimiento de que su padre había contraído segundas nupcias cuando se fue de este mundo su madre.
Ronna quería tener un hijo del doctor. Tenía ya cuarenta años y le hizo ver a Papuchi que era la edad límite para ser madre. Demasiado lo sabía el ginecólogo, ya hacía tiempo jubilado desde que lo secuestró un comando de Eta en vísperas de las Navidades de 1981. Ronna no quería quedarse sola cuando el doctor, previsiblemente, muriera antes. "Lo entendí, lo intentamos con todos los medios que había a nuestro alcance y lo conseguimos", escribió el doctor en sus memorias, Voluntad de hierro. Y tuvieron un varón, Jaime.
Al doctor Iglesias Puga lo traté como tantos otros periodistas. Y hasta cené en dos ocasiones con él, las dos en Galicia, una en presencia de Julio, en el restaurante favorito de éste, en Villaxoan. El mismo al que por segunda vez acudí, invitado por él en presencia de Ronna. Disfruté del optimismo de la pareja, advirtiendo lo bien que se llevaban, él pendiente de cualquier gesto de ella. No importa que Papuchi no me dejara elegir mi menú, porque era así: resuelto, mandón, vitalista siempre, que hablaba por los codos siempre que estuviera al lado de gente de confianza. Nos habíamos encontrado ese verano en Sangenjo, cerca del apartamento que tenía en propiedad. Su guardaespaldas miraba a un lado y a otro de la calle, protegiéndolo en todo momento. Desde su secuestro, por mucho que lo disimulara, el doctor tenía miedo. Su conversación era a ratos nerviosa, lo que antes de aquel suceso no era tal.
Se murió con noventa años sin conocer el fruto que Ronna llevaba en su vientre, una niña a la que impuso el nombre de Ruth. Siempre ha recordado a sus hijos que su padre fue un médico muy valioso, al que mucho amó. Lo recuerda constantemente en su casa del estado de Florida donde sus hijos crecen, el varón con dieciséis años y la niña dos menos. Éstos apenas conocen a sus sobrinos, los hijos de Julio Iglesias y poco al cantante, que han visto en escasas ocasiones. Son conscientes, desde luego, de ser hermanos de un ídolo mundial de la canción, a pesar de que Ronna los educa de manera que el apellido que llevan no trastornen su educación. Y curiosamente ambos sienten la música, el varón pulsando las notas de un piano y Ruth, cantando. Ronna y sus retoños viven sin problemas económicos. Heredaron un buen puñado de dinero que les dejó Papuchi en su testamento. Al fin y al cabo sus otros hijos no lo necesitaban: Julio, multimillonario, y Carlos, bien acomodado. Así es que ella ha sabido invertir esa fortuna en varios prósperos negocios.