Diego Armando Maradona pasa a la historia del deporte como uno de los más grandes jugadores de fútbol. El mejor para muchos: rival en esa distinción de otros con parecidos méritos, casos de Di Stéfano, Pelé, y en los últimos tiempos, Messi y, por qué no, también Cristiano Ronaldo. Pero de todos ellos, el único de vida descarriada ha sido él, Maradona, que acaba de morir a los sesenta años. En su última entrevista para el diario argentino Clarín, en víspera de su inesperado fallecimiento, admitió: "Si no hubiera tenido mis adicciones, hubiera podido jugar mucho más tiempo". Pero vivió a tope. Y ese negro pasado le ha pasado factura.
Nació en una familia pobre. Doña Tota y don Diego, sus padres, alumbraron cinco hijos. Diego estaba casi siempre en la calle, tras una pelota. Tenía los cabellos alborotados y lo motejaron como el Pelusa. Así quedó para los restos. Le gustaba ligotear, ir tras las chicas. La primera con la que se ennovió, poco más de quinceañero, fue María Esther Herman. Que era del barrio, pero cuando más ilusionada estaba, Diego Armando la sustituyó con otra de la vecindad, de Villa Fiorito. Un lugar apartado, humilde, del sur de Buenos Aires. Corría el año 1977. Ambos contaban la misma edad, diecisiete primaveras. Sería la primera gran mujer de su vida, en realidad su auténtico gran amor, que él terminaría por traicionarla: Claudia Villafañe. Una rubia cariñosa que tuvo la virtud de quererlo, la de esperarlo, paciente, sencilla, sin jamás alardear de que estaba unida a una gloria internacional del otrora llamado balompié. Muy tímida, con sólo diecisiete años, aceptó la primera invitación de Diego para caminar juntos hacia la estación y de paso tomar un helado. Él la besó tiernamente. Y al dejarla en casa fue deprisa a contárselo a sus amigos: "Yo me casaré algún día con esa pebeta".
Salían juntos, se abrazaban. Y de ahí, saltaron a mayores: Claudia quedó embarazada de una nena a la que llamaron Dalma. "La Claudia", como él la llamaba, se quedaba en casa, en tanto Diego, noctámbulo empedernido, no perdía la ocasión de regresar al hogar juerga tras juerga diaria. Su popularidad como jugador iba en aumento, pero él supo siempre sortear las prohibiciones de clubs y entrenadores, saltándose a la torera la obligación de llevar una vida sana. Y esa existencia golfa fue en él una norma tanto en Buenos Aires como luego en Europa, jugando en el Barcelona, el Nápoles, el Sevilla… Y como el Pelusa metía goles, nadie le negaba sus caprichos.
Claudia Villafañe le consentía todas las fechorías que le hizo como indiscutible machista. Pero se amaban. Y tuvieron otra hija, Gianinna. Pero antes de nacer ésta, Claudia se enteró de que su marido había mantenido relaciones con una italiana producto de las cuáles había venido al mundo un varón. Era, como recordarán los aficionados al fútbol, la época en la que Maradona era venerado en Nápoles como si fuera un ser del otro mundo. Ya se había aficionado a la cocaína en sus años en el Barça y en Italia tuvo todas las facilidades a su alcance para hartarse de polvo blanco. Y entre noches de farra, alcohol, drogas y mujeres se encamó con una tal Cristiana Sinagra, que alumbró un niño al que impusieron el nombre del supuesto padre, Diego, Diego Maradona Jr. Al enterarse el jugador negó esa paternidad. Tenaz como buena napolitana, Cristiana, o Cristina que llamaríamos aquí, lo demandó, él negose a hacerse las pruebas de ADN, la justicia falló a favor de la madre y Maradona hubo de admitir que aquel chaval llevara sus apellidos; tuvo además que pasarle a la madre mensualmente cuatro mil dólares pero se salió al menos con la suya: jamás reconoció a ese inocente Dieguito. Se encontraron por vez primera en 2003 en un campo italiano de golf, hablaron durante una hora y se despidieron. Hasta nunca, pensó él. Ese chico tiene hoy treinta y cuatro años y, apellidándose Maradona, en Nápoles es muy envidiado.
Enterada su mujer de ese hijo de su esposo le expuso su natural malestar. Lo único que le ofreció Diego Armando fue casarse el 7 de noviembre de 1989. Fue una boda tumultuosa, entre centenares de invitados en el Luna Park bonaerense. Claudia Villafañe ya podía sentirse más segura: era la mujer del que llamaban "dios" los forofos del ídolo argentino, el Diego Gol, barrilete cósmico, el Cebollita, apodos con el que lo celebraban en las páginas deportivas, aparte de aquel de sus años infantiles, el Pelusa.
Incontables mujeres se sumaron a la inagotable biografía amorosa de Maradona durante su estancia en Europa y finalmente a su vuelta argentina. Y mientras su esposa, la única con la que se casó tras intimar con varios cientos de féminas, aguantaba como una Penélope sumisa toda suerte de infidelidades de Diego Armando, en su papel de eterna cornuda, el goleador con la camiseta número 10 del internacional equipo blanquiceleste, se encamaba con la primera que tuviera a mano y le riera sus gracias. Valeria Sabalaín aceptó muy pronto la invitación de Diego para la coyunda. El resultado, una niña llamada Jana. La tal Valeria era la camarera de un restaurante a la que el as del balón había camelado en un pispás. Y luego hizo como casi siempre: no reconocerla como hija suya. Cinco veces se resistió a acudir ante el juez que lo reclamaba, y finalmente no tuvo más remedio que pasar por el aro y convenir con la madre en entregarle cuatrocientos mil pesos argentinos y una pensión al mes de dos mil cuatrocientos, que fue retrasando en satisfacer, motivo por el que esta y más veces hubo de ser requerido por la justicia y pasar unas horas en la cárcel hasta cumplir con su deuda. Ése era el ídolo Maradona cuando transcurría el año 1996.
Y siguieron más líos de faldas y de otra naturaleza. En 1998 Diego Armando abandonó definitivamente el hogar dejando a la pobre Claudia Villafañe solita con sus dos hijas. Hasta el gorro de soportar un sinfín de infidelidades, convencida de que tenía que olvidarse para siempre de su marido, inició el proceso de divorcio en 2003 hasta verse totalmente libre. Conoció a un productor, Jorge Taiana, y quiso rehacer su vida con él. Enterado Diego Armando se puso furioso. Y al reciente enamorado de su exmujer le puso de mote Tontín. Hasta que se cansó de fustigarla. Es aquello de la vieja copla: "Ni contigo ni sin ti tienen mis penas remedio".
Vamos, por lo relatado, camino de un auténtico folletín, pero cuanto les cuento fue auténticamente cierto. Y como Maradona era un tipo racial, que a pesar de su poca estatura se crecía ante las mujeres acreditando ser quien era en los campos de fútbol, así en 2005 engendró otro hijo en colaboración con una admiradora suya, llamada Natalia Garat, al que empadronaron como Santiago, pero en calidad de "hijo de soltera", porque el futbolista volvió a "hacerse el longuis", o "el sueco", como lo prefieran. Y para cambiar un poco de argumentos y darle al texto un giro, digamos que en 2006, estando en Polinesia con sus hijas de vacaciones (porque en honor de Diego Armando apuntemos que seguía añorando a sus dos pequeñas, Dalma y Gianinna), resultó que esta última tuvo un altercado con cierta señora. Entró en liza Maradona estampándole un botellazo a la desconocida dama, a la que tuvieron que efectuarle nueve puntos en "su coco" cuando la llevaron al hospital más cercano. Práctico como en él era habitual en circunstancias de ese cariz en un país que no era el suyo solventó el incidente pagándole seis mil dólares a la cuitada quien, tras la "generosa" acción, retiró inmediatamente la demanda que le había impuesto al Pelusa.
Ese mismo año 2006, en Buenos Aires, nuestro protagonista iba tan tranquilo conduciendo su camioneta y, o bien somnoliento o posiblemente afectado por la ingestión de algunos de sus habituales estimulantes, se empotró contra una cabina telefónica, donde tranquilamente una pareja se hallaba en plena conversación, auricular en mano. El trastazo por poco se los llevó al otro barrio. Y, como es natural, intervinieron guardias, luego un comisario y finalmente un juez. Maradona pasó unas horas tras los barrotes y después hubo de pagar la subsiguiente multa. Y eso, como tantos otros follones en los que estuvo implicado, salía en las páginas de sucesos.
Una nueva conquista sacudió el corazón eternamente incomprendido e insatisfecho de Diego Armando. Se llamaba Verónica Ojeda, que tendría un hijo suyo, Dieguito Fernando. Y lo reconoció. Ignoramos por qué a éste sí y a otros no. Sus razones, o sinrazones, tendría el muy activo procreador futbolista. Pero, antes de que saliera ese niño del vientre de su madre, Maradona, que no perdía comba igual que en tiempos hasta metía goles con la mano, se olvidó de Verónica, "coronándola" como a tantas otras, y se lió con Rocío Oliva, hermosa hembra de la que se prendó en 2010 inmediatamente de verla. No le importó a él que ella tuviera treinta años menos. Tanto mejor, se dijo. Siempre es bueno intercambiar pareceres, y otras cosas, con la juventud. Resulta que ella era jugadora de fútbol y naturalmente Diego Armando era su santo y seña a la hora de parecerse a él en el césped. Lo acompañó a los Emiratos Árabes, pues allí ficharon a Maradona. Y en Dubai estuvo siempre cuidándolo, para que no cayera en sus eternos vicios, la cocaína y la bebida. Ocho años duraría aquella relación. Después de Claudia, Rocío fue quizás la mujer que más lo quiso. Y para él, la que más amó. Por esa época, año 2015, sucedió que a Diego Armando se le puso en la cabeza que su primera mujer, la única, lo había engañado. Y la denunció por presunto fraude, estafa y malversación de bienes. Sus dos hijas tomaron partido por la madre. Y quien salió malparado resultó ser el denunciante.
Maradona pasó varias temporadas en Cuba, donde fue recibido, agasajado por Fidel Castro. Era uno de los diferentes periodos por los que ya venía atravesando el futbolista, ya retirado como tal, pero seleccionador y entrenador en sus últimos tiempos. En varias clínicas de La Habana, Diego Armando fue tratado convenientemente, en la creencia de que allí encontraría solución para sus males y sobre todo tranquilidad. Odiaba a los fotógrafos. Si podía, les estropeaba alguna cámara. Y a cualquier informador lo insultaba. Eso en Argentina o en otros países hispanos. Alguna vez también tuvo alguna trifulca en Madrid. Y cuando Maradona salía de la clínica, desintoxicado de sus excesos con el alcohol y otras drogas, no le faltaban hermosas cubanas a las que llevarse al huerto, como Adonay Fruto (que perdió unos gemelos que esperaba del as), Judith, Eileene… Se cuenta que en La Habana tuvo cinco hijos más de distintas mujeres; del único que tenemos sospecha es de uno llamado Santiago Lara. Lo que tampoco está contrastado. Y así, tenemos una lista de descendientes que unos establecen en número de once, y otros, todavía más. La mayor parte de ellos no reconocidos. Parece que pasaba a las madres de esos niños ciertas cantidades de dinero. Y es que, a la lista de amores que hemos recogido, habría que añadir, que sepamos, los nombres de Graciela Alfano, Gisela Ramírez Méndez, Wanda Nora y hasta Lucía Galán, la componente del dúo Pimpinela, que estuvo algún tiempo, no mucho, enredada con él.
Este machista redomado, al margen de su idolotrada biografía como excepcional futbolista, tuvo en alguna ocasión el rechazo de alguna mujer. Por ejemplo la periodista soviética Yekaterina Nadolskaya, del canal 5 de San Petersburgo, que fue a entrevistarlo. Y no sabemos si antes o después de la conversación, Maradona se lanzó para desnudarla. Pudo zafarse la locutora rusa. El episodio parece que no tuvo más repercusión que la desagradable impresión que Yekaterina se llevó del ídolo. Éste contó luego su versión: fue ella quien empezó a quitarse ropa ante él.
Se le acusó de ser un maltratador de mujeres. Así pudo comprobarse con Rocío Oliva durante la estancia de la pareja en Dubai. Rocío apareció cierta mañana con el rostro amoratado, resultado de la paliza que le pegó su amante.
¿Qué añadir más sobre su controvertida figura pública, lejos de sus éxitos deportivos? Que incapaz de controlar sus adicciones, de ser un modelo para los deportistas más jóvenes, los niños, resultó ser al final de sus años, sobre todo los diez últimos, un mal ejemplo. El ídolo que fue autodestruyéndose poco a poco, visitante de cárceles y sanatorios psiquiátricos. Enfermizo amante, incapaz de amar de verdad y sostener un hogar feliz. Hace un par de años, se difundía un vídeo en el que apareció borracho, bailando sin controlar su estabilidad para acabar el "show" mostrando su trasero, en tanto reía a carcajadas. Un bufón, payaso, que llegó a pesar ciento veinte kilos, que ya en las últimas semanas parecía hacer recuento de esa vida disoluta, cuando era abuelo de dos niños, cada uno de sus hijas Dalma y Gianinna, los únicos seres que quería. Daba gracias a la pelota, confesaba, con la que fue feliz. Se preocupaba de los jóvenes que ahora padecen hambre en tiempos de pandemia, porque él supo también de esa desgracia, cuando en su casa faltaba lo más necesario para sobrevivir. Daba la impresión, incluso al contemplarlo ocho días después de ser operado de un coágulo en su cerebro, que tenía un buen aspecto, sin la barba mugre de otros años, rejuvenecido incluso. Pero el destino, por su mala vida, le tenía reservado este final, pocos días de haber cumplido sesenta años. Demasiado joven todavía para morir. El mundo entero, aquel que vive con pasión el fútbol, lo llora ahora y seguro que muchos millones de "hinchas" tardarán en olvidarlo.