No ha dejado de trabajar Ángela Molina desde que en 1974 debutara en la gran pantalla con No matarás, película que planteaba el drama del aborto, entonces nunca expuesto en el cine español del franquismo. La gran actriz madrileña cumple estos días sesenta y cinco años, con una filmografía abultada y apariciones en varias series de televisión como La valla, junto a su hija Olivia, un gran descubrimiento hace tiempo como actriz desde su debut en Jara. Madre e hija mantienen un apellido popular y brillante en nuestro mundo artístico, con historias familiares y románticas que contamos en el presente artículo.
Ya desde niña Ángela Molina estuvo relacionada con los camerinos del teatro, los baúles, el vestuario de los artistas pues se iba con muy pocos años a estar con su padre, el gran Antonio Molina del flamenco y la copla. Quiso ser bailarina pero, a partir de su primera presencia ante las cámaras de cine, su futuro cambió. Podía haberse dedicado asimismo a fomentar su afición musical por la canción española, que en escasas ocasiones ha expresado en público, aunque se cuenten dos títulos relacionados en la pantalla con ese género, Las cosas del querer y su secuela. En ella prendió más su pasión por el cine, que no le ha abandonado. Mantiene una voz desgarrada, que a veces es algo ininteligible, con la que expresa los dramas como pocas otras colegas españolas, y un físico que aun con el paso del tiempo exhibe acorde con los papeles que magníficamente suele interpretar.
Ángela es mujer que ha preservado parte de su intimidad, a pesar de su estrellato. Muy piadosa como casi todo el clan Molina, practicantes de otra religión que no es la católica. Sus dos grandes amores los ha llevado a su modo y manera, y diremos por qué. Su progenitor había comprado una finca en Ibiza, donde mientras él recorría España entera con sus espectáculos folclóricos generalmente, los suyos veraneaban en la isla pitiusa. Allí conocí a Ángela, de belleza salvaje, veinteañera, que se había enamorado de un francés, guapo y agradable, que también frecuentaba aquellos pagos. Ambos eran una especie de "hippies", que estaban casi todo el día "metiéndose mano", como advertí durante mi visita acompañado de un fotógrafo amigo de la familia, José Rubio. Decidieron Ángela y su enamorado irse a vivir juntos a Madrid en aquel lejano 1978. El francés se llamaba Hervé Tirmarché. Tres hijos tuvieron. Él se dedicó a la fotografía, vigilaba la carrera cinematográfica de su compañera e influyó decisivamente para explotar la popularidad de ella vendiendo exclusivas, unas veces sola y otras con sus retoños y también con sus hermanos.
La madre, Ángela Tejedor, no participaba de aquellas sesiones. ¡Hola! siempre fue la revista que más les pagaba por tales reportajes, el último, que uno sepa, alrededor de cien mil euros. También Semana participó de alguna otra exclusiva, como puedo atestiguar pues mientras Ángela posaba ante la cámara de su amante yo la entrevistaba por supuesto sin participar de cuanto la pareja se embolsaba. Que Ángela Molina recurriera a esos métodos para promocionarse a cambio de recibir un goloso talón bancario no nos produce crítica alguna: estaba en su derecho. Al fin y al cabo si esas empresas periodísticas pagaban por ello, estaba claro que era por consentimiento e interés mutuo. Lo que no gustaba en general a los periodistas interesados en entrevistarla era que "o pasabas por caja" o la actriz se negaba a abrir la boca y a poner mala cara si un reportero quería fotografiarla. Porque Ángela, aparte de esas sesiones pagadas en el estudio fotográfico de Tirmarché situado cerca de la aledaña plaza madrileña de San Ildefonso, que yo visité alguna vez, demostraba tener mal carácter y una indisimulada fobia ante los reporteros, salvo que tuviera que promocionar alguna película.
Y no digamos cuando querían sorprenderla junto a Hervé y a sus tres hijos: se ponía como una furia. Ángela rompió con el francés tras trece años de convivencia. Y luego Ángela tuvo otras amistades, entre ellas una más o menos íntima con el pintor y cineasta Julián Schnabel, muy introducido en las áreas artísticas de Nueva York. Aquello parece que no cuajó lo suficiente o no llegó a pasar de una relación superficial. Después es cuando en Ibiza volvió a enamorarse, esta vez de un empresario asentado en la isla, diez años menor que la actriz, llamado Leo Blakstad. Se casaron en la intimidad también allí, con la sola presencia periodística de los enviados de ¡Hola!, cómo no previo acuerdo económico con los contrayentes. Mejor diríamos de "la contrayente", muy aplicada desde que su "ex" Tirmarché la iniciara en ese lucrativo negocio de las exclusivas. La pareja tendría un par de descendientes, el último una niña que vino al mundo cuando Ángela contaba cuarenta y siete años.
En 2012 Ángela Molina pasó a ser abuela por vez primera. Su querida primogénita Olivia, fruto de su anterior relación sentimental, casada con el actor Sergio Mur, dio a luz primero a Vera, que tiene ahora 8 años, y después a Eric, de 5. Olivia Molina, de 40 años, ha seguido las huellas de su madre, a quien adora y admira, y con quien protagoniza una serie que Antena 3 emite en la actualidad, La valla. Su argumento diría cualquiera que ha sido ideado nada más comenzar la pandemia. Pero es una casualidad, pues ya hace dos años se les ocurrió a sus guionistas y productores. Transcurre la acción en 2045 durante una imaginaria guerra mundial causada tras un virus que afecta a todo el planeta. Insistimos que los capítulos fueron escritos en 2018. Se atrasó el rodaje, fijándose para comienzos de este año, cuando hubo de sufrir otros aplazamiento por la covid 19 hasta que finalmente se arriesgaron a iniciarlo. Olivia Molina es Julia, cuya hermana gemela, Sara, ha muerto a consecuencia del virus. Ángela Molina interpreta el personaje de Emilia, madre de las citadas, que sobrevive malvendiendo víveres. No es la primera vez que madre e hija trabajan juntas, pero la emoción siempre aparece cada vez que coinciden como en esta postrera ocasión.
Ángela Molina, como decíamos al principio, no ha cesado de aceptar contratos seguidos, como el de un filme en Marruecos (Lalla Aicha), otro en Paraguay (Charlotte) y la serie televisiva Días de Navidad. Que a sus sesenta y cinco años mantenga su gran vitalidad es magnífico, como también extraordinario que los productores continúen pensando en ella, lo que desgraciadamente no abunda en el cine y menos en estas complicadas calendas.