Por estas fechas Alberto Sordi habría sido centenario. Nació en Roma, en el popular barrio del Trastévere, el 15 de junio de 1920. El actor italiano que más se identificó con la psicología de sus paisanos. En sus más de ciento sesenta películas se funden la comicidad, el drama, la ironía, el sarcasmo, la burla y una crítica siempre al poder establecido, a la corrupción, bajo el manto de sus interpretaciones donde era irremediable sonreír o estallar en carcajadas. Todavía pueden verse algunas de sus mejores películas en "YouTube". No se las pierdan, cuando ya su nombre queda desdibujado por el paso del tiempo, salvo en Italia, donde lo adoraban. Con una vida un tanto misteriosa al margen de su profesión: la de un seductor que nunca quiso casarse, supo guardar para sí sus relaciones íntimas, en un país donde nació el término "paparazzo" (en plural "paparazzi"), alusivo a los reporteros que curiosean y persiguen a las celebridades de la pantalla y la vida social, nacido desde que se estrenara La dolce vita y allí uno de los personajes, apellidado Paparazzo, cámara en ristre, oficiaba de reportero nocturno junto a un indolente cronista encarnado por Marcello Mastroianni fascinado por la presencia voluptuosa de Anita Eckberg. Él, Vittorio Gassman y Alberto Sordi formaron el trío más representativo del cine de postguerra en Italia. Fuera de sus fronteras los dos primeros citados prolongaron sus carreras, en tanto nuestro protagonista prefirió asentarse más entre los suyos, sin veleidades internacionales, salvo algún intento que poco o nada le favoreció. Romano era, romano murió y sus paisanos, por miles, le dieron la última despedida el 25 de febrero de 2005, haciendo colas durante varias horas ante el palacio del Campidoglio, donde quedó instalada su capilla ardiente.
La biografía de Alberto Sordi reúne aspectos sorprendentes, divertidos, insólitos. Con decir que su sueño durante muchos años era conocer a la Reina Isabel II de Inglaterra, queda dicho todo. Posiblemente era una manera de eludir la pregunta de qué tipo de mujer prefería. "Nadie sabe de mi vida privada, no me exhibo", solía decir a los que perseguían alguna confesión sentimental. Insistían nuestros colegas en preguntarle cuándo se casaría, a lo que él, imperturbable, respondía: "Nunca he tenido necesidad de hacerlo, no he precisado de una pareja en casa. Pero es que, además, ¡no podría casarme con todas! Y pienso que si llegara al matrimonio sería inevitable llegar a donde vivo y encontrarme con una extraña". No, no le apetecía ligarse de por vida a nadie; le espantaba la idea. Un solterón en estado puro que, consciente de que malévolas mentes supusieran que no le gustaban las mujeres, admitía: "Pensaron algunos que era homosexual por ser tan discreto".
Y en un país como Italia donde las revistas del corazón contaban, mucho antes que eso sucediera en España, las interioridades de muchas parejas populares, Alberto Sordi era la excepción, porque no podía constatarse, pese a rumores y cotilleos que lo tenían en la diana de los periodistas, que mantuviera relaciones femeninas. Ello coincidía con que el actor habitaba una mansión cercana a las termas de Caracalla junto a sus hermanos Giuseppe, Sannia y Aurelia. A esa casa sólo tenían acceso su administrador y una secretaria. Los "paparazzi" nunca consiguieron testimonio alguno de mujeres que Alberto Sordi pudiera llevar a su dormitorio, que era poco menos que sagrado. Esa conducta la llevó a rajatabla toda su vida. Se confesaba católico, seguidor de la doctrina del Opus Dei. Al morir el actor, el Papa Juan Pablo II envió un mensaje a aquella residencia. Compartían afinidades, como su admiración hacia el fundador de la Obra.
Todo acaba sabiéndose en esta vida, reza un dicho tópico. Y aunque tarde pudo saberse que Albertone, como era conocido por sus amigos y admiradores, mantuvo nueve años de apasionados amores con Andreína Pagnani, desde que debutaron en la cama ella con veintidós años y él con treinta y seis. De soltera se apellidaba Gentili, y al casarse con Federico Franco Pagnani, cambió de identidad. Quien ponía los cuernos a su marido no pudo consentir ser engañada por Alberto Sordi, que le fue infiel con una bailarina. Y dieron fin a aquella relación, la más prolongada que el actor sostuvo con una dama. Fueron muchos sus romances. Citarlos aquí nos robaría espacio, con el agravante de que sus nombres nada nos aporta. En todo caso, uno, el de la cantante de ópera Katia Ricciarelli. "Les debo todo a ellas. Siempre he estado rodeado de mujeres".
Parece que esas pulsiones sexuales se le despertaron a edad muy temprana: con ocho años, impropia edad, prohibida por otra parte, fue espectador de un "strip-tease". No sabemos cómo y quién pudo llevarlo a un antro semejante. Mas es el caso que Albertito sintió una calentura infrecuente siendo un niño, enamorándose según él de la estrella de aquel espectáculo, Stella, cuyo nombre retuvo en su mente durante mucho tiempo, así como el lugar, Porta Portese. Conforme iba desarrollando, ya en la juventud, sus actuaciones en emisiones de radio, estudios de doblaje y revistas musicales fueron creciendo sus deseos amatorios. Así, dio en emparejarse con una actriz austríaca, Uta Franz, que interpretaba a la princesa Elena de Baviera en la trilogía cinematográfica de "Sissi Emperatriz". Por llamativo, anotemos su lío con la ex-emperatriz Soraya, quien una vez repudiada por el Shah Reza Pahlavi al no poder darle un hijo para el trono del Pavo Real, se afincó en Roma donde rodó algunas películas, sin pena ni gloria. Y en ese periodo es cuando se fraguó su encuentro sentimental con Alberto Sordi.
No era este actor proclive a "liarse" con sus compañeras de rodaje, pero Silvana Mangano era muy especial y sucumbió a sus encantos. La protagonista de Ana, que la censura de su tiempo consideró como muy pecaminosa, dejó en Alberto Sordi una huella difícil de borrar: "No es la única mujer que he amado de veras, pro cierto es que nadie me atrajo tanto como ella. Compleja, tímida, con mucho encanto y también indolencia".
El idilio más sorprendente de Alberto Sordi le sucedió en Londres, con una importante estrella del cine norteamericano: Shirley McLaine. Sus encuentros de alcoba no debieron durar mucho. En un tiempo que el gran actor cómico se solazaba con la compañía de la condesa Patrizia de Blanck, a la que conoció en casa de Dino de Laurentiis. No le importó a esa aristócrata contar un día sus andanzas de cama con Sordi en las páginas de la revista Oggi, revelando que la primera vez que se acostaron, ambos cayeron al suelo y enredados entre la alfombra cumplieron con su devoción a Eros. Mujer de mundo, la condesa refería que Sordi "era impetuoso antes de llegar a la habitación para luego ser muy tradicionalista entre las sábanas, incapaz de experimentar. En aquella primera cita lo encontré antierótico, vestido con unos pantalones a la altura del cordón umbilical. Divertido pero con momentos en los que confesaba sentirse más a gusto estando solo. Su verdadero amor era el trabajo".
Se embarcaron en una gira por Roma, Montecarlo y Londres donde la condesa y Alberto Sordi coincidieron con Shirley McLaine y su hermano, Warren Beatty. La condesa acabó en los brazos de este último y el italiano, encantado de reanudar sus anteriores experiencias junto a la protagonista de El apartamento.
Alberto Sordi, si bien queda probado que tuvo múltiples aventuras femeninas y no gozó de la suficiente estabilidad en ellas, alcanzó una justa fama en la pantalla. Baste recordarlo en Los inútiles y El jeque blanco, dirigido por su gran amigo Federico Fellini, Un americano en Roma, El médico de la mutua, con guión propio, La gran guerra … Grandes realizadores como Aberto Lattuada, Dino Rissi, Luigi Zampa, Elio Petri, Mario Monicelli, contaron con él en sus repartos. Hasta que el propio actor, nunca galán, se dirigió a sí mismo en numerosas cintas . Partiendo del neorrealismo supo crear tipos de la vida cotidiana italiana entre la sátira y la ironía.
Después de medio año encerrado en casa por su enfermedad falleció en 2003 a causa de una penosa artritis y una fuerte pulmonía. Tenía ochenta y dos años y aún conservaba unos rasgos físicos que no delataban su final. Cuando se dio a conocer su testamento, cuyo patrimonio se elevaba a cuarenta millones de euros, surgieron primos, sobrinos, parientes lejanos que lo impugnaron. Los derechos de autor, él los había legado a su hermana Aurelia (que murió once años más tarde que Alberto), su legítima heredera, por tanto. No obstante, el chófer del actor, Arturo Artadi, que había movilizado fraudulentas operaciones, parece que "sacó tajada" del asunto. En esos casos siempre aparecen cuervos que tratan de afanar lo que en vida del cuitado jamás lograron. Lo que nadie nunca podrá quitarle a Alberto Sordi es su gloria, la de un genial actor.