La licenciosa vida de Felipe de Edimburgo consentida por Isabel II
Felipe de Edimburgo ha fallecido a los 99 años.
El pasado 10 de junio, el ahora fallecido Felipe de Edimburgo alcanzó la venerable edad de noventa y nueve años. Un acontecimiento que celebró discretamente, sin ninguna fiesta especial, en compañía de la Reina Isabel II, ambos confinados (si así puede decirse) en el castillo de Windsor, donde a menudo, en múltiples ocasiones, se retiraron para descansar. No recibían prácticamente a nadie y tenían cuidado de que los servidores a su cargo mantengan las distancias oportunas.
Felipe de Edimburgo decidió hace tres años renunciar a su presencia pública. Desde entonces ha preferido que su vida transcurra lo más plácidamente posible, bien en un palacete de estilo campestre, Wood Farm, situado en la localidad de Sandringham, o en el castillo escocés de Balmoral, que es donde todos los veranos, menos posiblemente éste por el coronavirus, él y la reina disfrutan del estío.
En cualquier caso, dada su inactividad como príncipe consorte, él apuró el tiempo con sus aficiones, entre las que se cuentan la lectura y la pintura, y visitar la cuadra regia de caballos, pues la equitación fue siempre, como para la soberana, su deporte preferido. Atrás quedan sus correrías fuera del palacio de Buckingham: siempre fue "muy faldero", admirador de la belleza femenina, y si es sabido en la Corte y fuera de ella que le era infiel a Isabel II, no es menos cierto que procuró ser lo más discreto posible en esas licenciosas aventuras y que a menudo dijo estar enamorado de su esposa. Con su magnífico porte, alto, delgado, de gran elegancia y exquisito trato.
Los esponsales de la entonces princesa Isabel y el teniente de navío Felipe Mounbatten, hijo del príncipe Andrés de Grecia y la princesa Alicia de Battenberg (quienes se separaron siendo él un niño) que se conocían desde la adolescencia, se celebró en la abadía de Westminster, en noviembre de 1947. Tuvieron cuatro hijos: Carlos, príncipe de Gales, en 1948. Andrés, en 1960. Ana, en 1961, y Eduardo, en 1964. Los fracasos sentimentales de todos ellos, y el más reciente escándalo del penúltimo de los citados por su amistad con un multimillonario pederasta y suicida, junto a la decisión de los duques de Sussex de establecerse en los Estados Unidos, si bien han sido causa de dolores de cabeza y preocupación para la reina y su esposo, no han logrado desestabilizar a la Corona; ni siquiera Isabel II pensó nunca abdicar en favor de su primogénito. Que lo haga próximamente dada su provecta edad, es una incógnita. Pero los ingleses en general apuestan porque su soberana no dejará su cetro hasta que le llegue la última hora.
El papel de consorte que ostenta Felipe de Edimburgo no siempre le fue sido grato. Bien sabía que su esposa, Isabel, estaba designada como heredera de su padre, el rey Jorge VI. Pero una cosa es casarse en plena juventud, muy enamorado y otra, pasado el tiempo, adaptarse a las rígidas normas del protocolo palaciego. Y una manera de aliviar esas preocupaciones fue la de buscarse varias amantes. Una de ellas fue, en la década de los 60, la duquesa de Abercom, un cuarto de siglo más joven que el príncipe. Amistad íntima que, por lo visto, mantuvieron alrededor de veinte años. Hubo más, la lista sería larga. Antes o después que el mencionado romance se le vinculó con la actriz Zsa Zsa Gabor, la que en la historia del cine bate récords de matrimonios, una decena; otra farandulera entre los brazos de Felipe fue Pat Kirkwood.
Sonado resultó el idilio que mantuvo con Susan Barrantes, madre de Sarah Ferguson. Se cuenta que de todas ellas, Penny Brabourne gozó de los mayores favores del consorte de la reina. En definitiva el Duque de Edimburgo fue pródigo en sus conquistas. De las que la Reina era puntualmente informada por algún servidor. Y se callaba. Hasta el día que optaron por dormir en camas y dormitorios separados. Por supuesto, en público, nadie dudaba del cariño que tenían. Y del respeto. Felipe se arrodilló ante su esposa, la Reina, tantas ocasiones como el protocolo le exigía. La lealtad de un consorte que no se sentía por ello humillado ni por tantas otras obligaciones. Podría decirse que, cuernos aparte, Felipe de Edimburgo cumplió perfectamente su papel en la Corte británica durante sus noventa y nueve largos años.
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