Como propósito de nuevo año, además de comunicar la intención de ponernos a dieta (un clásico), terminar de destruir del todo a Cristina Pedroche bajo el anonimato en las redes (deporte nacional que intento no practicar), podríamos también exigirnos ser más nosotros. Y con ello quiero decir: dejar de engañar al móvil y al mundo, y en primer y última instancia a nosotros mismo. "Buscar ventanas y no espejos para inspirarse", como canta el rapero Nach.
Cuando hablo de ese ejercicio de tratar de ser uno mismo, y no autoengañarse con su imagen, me refiero a algo tan banal y simple como lo es parar con la fiebre de los filtros del Instagram.
Hablo de un sistema mediante el cual, si se escogen los filtros más usados, estos le afinan la nariz, le afilan la barbilla, le duplican el tamaño de los morros, le rasgan y agrandan los ojos, y le adhieren unas -odiosas- pecas (y en ciertos casos le decoran las caras con mariposas o flores). ¡Vamos! Un Cristo.
¿Qué pasaría si ustedes, de pronto, pudieran verse cada mañana en el espejo más guapos, más delgados pero más fuertes, con menos arrugas, más pelo? Puede ser que más de uno terminaría sucumbiendo al encanto de ser más encanto, aceptando vivir una realidad virtual paralela inexistente pero mucho más bella, y transmitir así esta nueva imagen al mundo.
Lo que a priori parece ser una forma de fortalecer la autoestima, tiene su "bajón" emocional después. Sobre todo para los más jóvenes y los más inestables.
En el mundo virtual todo (casi todo) vale, cuela, convence. Piensen que una influencer, si tiene 500 mil seguidores y conoce en persona sólo a un 3%, estaría engañando a 485 mil personas que le verán con una nariz más pequeña y unos labios más carnosos creyendo que es así. El 3% restante sabrá que esa no es su imagen.
La mayoría de las influencers sucumben a la varita mágica de estas aplicaciones con filtros que ya van incorporados en Instagram y que a golpe de un simple y gratuito "click" les realiza una rinoplastia y una mentoplastia; les elimina las famosas bolas de bichat (para tener las mejillas más angulosas, cirugía que consiste en extraer la grasa de las mejillas); les infiltra ácido hialurónico en los labios, les rellena las arrugas, le broncea y les levanta la mirada. ¡Más pestañas, colorete y hasta ojos azules verdosos! A golpe de click, señores. Rápido, sencillo, gratuito y placentero. Se ven más guapos. Nos vemos mejor. Nadie pasa (por el momento) por el quirófano. Sin pinchazos ni anestesias ni tintes ni horas de maquillaje. Encajamos con los cánones de belleza dominantes en este imaginario social colectivo, conseguidos gracias a genios de las aplicaciones que saben qué belleza gusta y la programan. Nosotros las probamos (estas app y estos filtros) y nos enganchamos al nuevo vicio de ser más "divinos" aunque sólo sea por unos minutos.
El uso diario de estos filtros, durante semanas, puede conseguir una absoluta distorsión de la realidad, de la imagen que tiene de uno mismo, que podría generar diferentes tipos de complejos al mirarse en un espejo o realizarse una fotografía sin filtro.
Sobre todo, los más jóvenes, inseguros y vulnerables, que de verse "tan perfectos" con tales filtros y siendo Angelinas Jolie e Irinas Shayk por segundos (por horas, a lo largo del año), después se acomplejan cuando recuerdan su verdadera imagen. Cuando se enfrentan a ellos mismos por la mañana.
El mito de Narciso en los tiempos de los filtros de Instagram transforma dicho mito y lo empeora. Ya no sólo de tanto mirarse en su reflejo Narciso se enamora tan ciegamente de sí mismo que termina cayéndose al río de esa superficial ceguera; sino que, además, a esto se le suma que, previo a dicho auto-enamoramiento, Narciso pasa por el quirófano porque de tanto filtro ya no se gusta.