Narciso (Chicho) Ibáñez Serrador se nos ha ido para siempre, a punto el próximo 4 de julio de cumplir ochenta y cuatro años. Una enfermedad que padecía desde principios de siglo, de tipo degenerativo, se lo ha llevado por delante, obligado a moverse en silla de ruedas en su domicilio madrileño, donde hacía tiempo rehusaba ver a nadie. Eran pocos los que tenían acceso a verlo. Sus dos hijos, Alejandro y Pepa, fruto de su matrimonio con Diana Nauta, han estado a su lado hasta ese triste final. Porque este genio de la creación artística, el cine, la televisión, hiperactivo en sus años de gloria, de carácter mudable, con un sensibilidad a flor de piel, sufría, sintiéndose poco menos que inútil, no deseaba "dar pena" a nadie, prefiriendo llevar en soledad la tragedia de su mal.
Todavía planeaba algún que otro programa, ideas que recogía su hijo para intentar llevarlas a la realidad en la productora que mantenían. Chicho fue objeto de un homenaje más que merecido: la Academia de Cine lo honraba con un Goya de Honor. No había dirigido nada más que dos películas. Pero ¡qué historias plenas de talento!, cuando él siempre estaba relacionado con la televisión. No pudo ir a recoger su galardón a Sevilla, donde en la última edición, a comienzos de año, tuvo lugar el evento. Se lo entregaron en Madrid en un acto que iba a ser la despedida pública de un hombre admirable a quien cualquiera que lo nombre coincidirá en considerarlo un genio con toda la extensión de la palabra, sin hipérbole alguna. Lo demostró a lo largo de todo su larga carrera profesional.
Sus padres, Narciso Ibáñez Menta y Pepita Serrador, actores y ella también excelente escritora, se habían conocido en 1930. Cinco años después tuvieron a Narciso: en Montevideo. Para diferenciarlo del progenitor, lo llamaron desde siempre "Chicho", apelativo que hizo fortuna pues cuantos lo conocimos lo llamamos siempre así. Tuvo un infancia complicada, que él mismo me relató: "Padecí púrpura hemorrágica, pariente próxima de la hemofilia, desde los seis hasta los doce años. Yo no podía jugar como los demás niños, me llevaban entre algodones, si me golpeaban podía morirme… Y soñaba en mi cama, con la frustración de no ser como los demás, imaginando viajes con mi mente". Cuando se recuperó por completo a los dieciseis años, inició la primera de sus muchas aventuras: se fue a Egipto detrás de una muchacha de la que se había prendado cuando él vivía con los suyos en Mallorca.
De aquel primerizo amor pasó a la obligación de ganarse la vida como pudo: fue camarero, fotógrafo de prensa, presentador en un club nocturno de El Cairo… En Tánger vendía fotos pornográficas a los turistas. Y desde Alejandría al Pirineo se las ingenió como pudo para mercadear con objetos de contrabando. Seguro que Chicho se quedó corto para no contarme más oficios precarios con los que ir malviviendo. Hasta que se cansó de aquel peregrinaje, que le aportó desde luego experiencias inimaginables, para volver a la Argentina, el país donde más tiempo residieron sus padres.
Y en la compañía teatral de éstos inició sus primeros pasos en el mundo de la farándula. Desde abajo: como maquinista, electricista, apuntador y regidor. Hasta que debutó como actor juvenil e incluso estrenó una comedia escrita por él mismo, Aprobado en inocencia, que firmó con el seudónimo de Luís Peñafiel, que estrenaría en Madrid en los primeros años 60, representándola junto a su madre. Cuando ésta murió al poco tiempo, dejó en Chicho un tremendo vacío: se adoraban. Su padre, que luego se desposaría en dos ocasiones, retornó a España en 1964 (era de nacencia asturiana) y trabajó en muchas ocasiones junto a su hijo, sobre todo en sus programas de televisión.
La fama de Chicho Ibáñez Serrador le vendría por sus programas televisivos de terror e intriga: Mañana puede ser verdad, Historias para no dormir, con aquel premiadísimo capítulo, El asfalto, Ninfa de Oro en Montecarlo. Para que no fuera encasillado en ese género negro ideó otro programa, divertidísimo: Historias de la frivolidad. Y ya, a partir de 1971, se consagró definitivamente con un concurso que haría historia en Televisión Española: Un, dos, tres… responda otra vez. Era el único responsable de los guiones y la dirección. Un trabajo durísimo que le ocupaba toda la semana.
En los ensayos mostraba su cara menos amable, por su afán de perfección, cuando fuera del control era un tipo fenomenal, afectuoso. Su ingenio era impresionante. Fruto de una inteligencia privilegiada. Le pregunté un día si se había sometido a algún "test". Y me respondió afirmativamente: "En Estados Unidos. Obtuve ciento ochenta y dos puntos sobre doscientos diez, que era el máximo".
Daba la impresión, a primera vista, que podía ser petulante. Enfático, por el tono empleado al conversar. Pero, tratándolo, uno se daba cuenta que en el fondo casi parecía un niño siempre con un juguete, que quizás necesitaba ser querido, recuerdo de su dolorosa infancia. Tal vez por ser tan tenaz en su profesión, minucioso siempre en el trabajo, no supo, o no quiso dedicar más tiempo al ocio, o a su vida privada. Quizás no tuvo suerte en los amores, mas lo cierto es que si la mayor parte de sus éxitos como actor, guionista y realizador le proporcionaron mucha felicidad, en cambio sólo la consiguió, a ratos, por temporadas, en sus relaciones con las mujeres.
En 1959 se casó con Adriana Gardiazábal, que fue Miss Argentina. Se conocieron de manera casual, algo muy propio de Chicho: en la fila de un cine, en Río de Janeiro. Aquello fue un simple "flechazo". Pero volvieron a encontrarse y entonces él no la dejó marchar como en su primer encuentro. Dos años les duró la convivencia porque eran completamente opuestos en gustos y caracteres. Un fracaso que Chicho aceptó deportivamente, confesando su equivocación. Aquella no era la mujer que le convenía. Tuvo otras amistades femeninas. Y ya lejos de Buenos Aires, residiendo en Madrid, se encontró con la actriz Susana Canales, viuda del galán de la postguerra Julio Peña, con la que conservaba recuerdos familiares de Argentina, ya que los padres de ella también se habían exiliado en aquel país. De la nostalgia pasaron a la convivencia, que sólo duró unas pocas temporadas, que ambos aprovecharon no sólo para su vida en común: montaron compañía teatral propia. Aquella relación no terminó en boda.
Después, dirigiendo Un, dos, tres... se fijó en una de las azafatas del programa: Diana Nauta, una rubia de origen holandés, con la que contrajo un segundo matrimonio en 1974. Fueron padres de dos niños. La pareja se divorció quince años más tarde. Y ya no se le conocieron más amores hasta que mediada la década de los 90 volvió a sentirse atraído por otra azafata de Un, dos, tres..., en una de las últimas ediciones del concurso, llamada Lorena Martínez.
En la postrera imagen de Chicho aparecía notablemente envejecido. Dibujando eso sí una tierna sonrisa para los telespectadores. Con el habla suave, entrecortada por la emoción, dando las gracias por el Goya recibido, en recuerdo de los únicos largometrajes que dirigió: La residencia y ¿Quién puede matar un niño? Así nos quedamos en la memoria más reciente de su frágil figura atrapada en una silla de ruedas, él que tanta energía derrochó en vida. La de un hombre extraordinario, al que lloramos desde aquí, cuando acaba de entrar en la eternidad.