Celebra este miércoles, 14 de noviembre, el príncipe Carlos de Inglaterra su septuagésimo aniversario. Una fecha redonda que recuerda su nacimiento en Buckingham Palace. Con tal motivo la BBC emitió la pasada semana una entrevista con el heredero de la Corona británica. Allí expuso que, cuando suceda a su madre, la reina Isabel II, "no será un entrometido". Refiriéndose a que no se inmiscuirá en la política del Reino Unido. Con ello dejaba claro su comportamiento hasta la fecha: en los últimos años, por su cuenta, se ha manifestado públicamente en contra de proyectos ministeriales, o defendiendo los suyos propios en defensa de algunos derechos sociales de los ciudadanos, del desdén de aquellos políticos que no se ocupan del medio ambiente, ni de una arquitectura apropiada en los edificios. En definitiva, dio por sentado que cuando sea rey intentará comportarse con equilibrio y distanciamiento de los asuntos propios del gobierno, sin interferir con sugerencias propias.
Mas la incógnita es si Carlos de Inglaterra llegará a sentarse en el trono o lo será su hijo primogénito, Guillermo, hacia el que sobre esa cuestión, por mucho que lo oculte en público, siente una comprensible dosis de celos. La reina, su madre, cuenta ahora noventa y dos años y, aunque con los naturales achaques por esa edad, no ha dado síntomas de estar incapacitada para continuar su reinado. Ni siquiera ha elegido fecha próxima para abdicar. Así lleva el actual príncipe de Gales un largo tiempo en espera de que le llegue la hora de su proclamación, que para él sería ideal en vida aún de su progenitora.
Tiene la reina una admirable longevidad, heredada posiblemente de sus antepasados, como la reina madre, Mary, que llegó a centenaria. Si ello sucediera con Isabel II, sin abdicar, Carlos debiera aceptar si sus súbditos lo acatarían de buena gana como monarca a las puertas de ser octogenario. De ahí que los siempre sensacionalistas rotativos londinenses hayan sostenido campañas en favor del heredero del heredero, o sea, el príncipe Guillermo, hoy con treinta y seis años. Las leyes escritas o las del derecho consuetudinario que rigen en la Corte de Gran Bretaña ¿permitirían que Carlos, por muy anciano que fuera, resultara ser preterido y en su lugar heredara la Corona su primogénito? Dejamos ahí tal incógnita puesto que si falleciera antes de reinar es evidente que ya no existirían dudas de ninguna clase para su sucesor.
Y ¿cómo ha sido la vida de Carlos de Inglaterra, príncipe de Gales, poseedor de más de media docena de títulos nobiliarios, desde que viniera al mundo hace siete décadas? Pues agridulce y no del todo feliz, por mucho que haya disfrutado del lujo, que le encanta, y de cuantos privilegios le distinga de cualquier otro mortal, el ciudadano de a pie. Con una infancia triste y sombría. Y eso que a los tres años ya fue proclamado oficialmente heredero del trono. ¡Lo que lleva esperando desde entonces para sentarse en él! Cuentan que el rey consorte, Felipe de Edimburgo, su progenitor, lo menospreció alguna vez, quizás por encontrarlo demasiado sensible. Winston Churchill sentenció que "el príncipe de Gales es pensativo de más". No destacó mucho en sus estudios, y únicamente parecía sentirse a gusto en las clases de dibujo y pintura. Sus educadores, continuando con esa rígida "disciplina inglesa", traducida en español con aquello de "la letra con sangre entra", no le permitieron alegrías de ningún tipo, pese a ser quien era. Y recibió palmetazos, coscorrones y castigos hasta hacerle llorar alguna vez. Ese maltrato corporal sin duda debió pasarle factura hasta que, llegada su primera juventud, cumplió con sus deberes militares. Acabó pilotando aviones y helicópteros con la suficiente pericia, se entrenó como paracaidista sin mayores sobresaltos y ya en su vida civil es cuando empezó a preguntarse que cuándo le iba a llegar la hora de ser más útil y de dar un paso adelante… para ser rey. En ello sigue su mente cuando repasa su vida.
Lo que después de sus deberes patrióticos sucedió fueron sus frecuentes visitas a la Commonwealth y a otros países fuera de la órbita anglosajona en representación de la Corona, a lo que ya debía estar acostumbrado pues sólo con cinco años fue comisionado para oficialmente rendir viaje a Malta. Y en su condición de príncipe de Gales sería el primero en cursar estudios universitarios. Pero ¿y sus obligaciones para casarse a una edad razonable con los fines de engendrar al menos a un príncipe que asegurara la continuación dinástica? En ese afán hubo de prometerle a la reina, su madre, que sería consecuente. Por supuesto que se relacionó con jovencitas emparentadas con las mejores familias, pero al final creyó que casándose con Diana Spencer, descendiente de un clan de la nobleza pero de costumbres y apariencia cercana a la de cualquier muchacha de clase media alta, lograría una estabilidad emocional y el cumplimiento de sus deberes institucionales.
En los primeros años de casados (y ya desde los tiempos del noviazgo) la pareja se ganó la simpatía de medio mundo. Sobre todo Diana. Lectoras de revistas rosas, asiduas seguidoras de programas televisivos de igual jaez, manifestaban su opinión favorable a dicha unión. Hacía tiempo que no se celebraba una boda regia con ese clamor casi universal. Una boda por amor, por supuesto, se repetía en todos los titulares de prensa. Eso sucedía en 1981. Después vino la inesperada, brutal desilusión como si una rosa fresca, de repente, perdiera sus hojas florecientes por un vendaval. Si es cursi mi frase, más lo fueron durante un decenio las flores que los cronistas de sociedad deslizaban hacia Lady Di, como se la empezó llamando en Inglaterra. Las habría más guapas que ella, el príncipe podría haber elegido otra menos sosa, con la piel no tan color melocotón, si acaso, destacaba por su mirada, que con el paso de los años se tornaría melancólica. Alta, pero a veces no suficientemente erguida. Nadie prácticamente la criticaba, nunca la gente sencilla, que la adoraba. Se había implicado en muchas obras sociales. No se cuestionaba ni su físico ni cómo vestía (no siempre al compás de la moda). Era angelical para todas esas publicaciones, Carlos desde luego podía ganarle, al ser patrono de cuatrocientas organizaciones benéficas. Pero quien más lucía en sus viajes y visitas a sedes de ONGs era ella, Diana. Carlos, físicamente no muy agraciado, con unas orejas como soplillos que eran objeto de imitaciones y caricaturas, exhibía desde luego una natural elegancia, trato exquisito, cultura si llegaba el caso de alardes eruditos. Pero "no llegaba al pueblo", no conseguía esa complicidad de Diana con su imán especial para llegar a conquistar a cuantos la rodeaban, la aplaudían, la tenían situada en un altar de sus corazones.
Carlos de Inglaterra no debía estar tan enamorado de Diana como proclamaba en vísperas de su enlace. Porque, aparte de algún ligue que llevara con discreción, lo que saltó a la luz pública fue su romance con Camila Parker Bowles, casada con un infeliz, al que "coronaría" a la manera que los españoles conocemos llegado el instante de llevar muy bien puestos unos cuernos de considerable arboladura, como repiten los críticos en sus crónicas taurinas.
Debían conocerse, siquiera superficialmente, de alguna recepción palaciega pero la historia de la pareja se sitúa en un encuentro entre ambos sucedido en 1970, cuando Camila le espetó de buenas a primeras: "Alteza, ¿sabía que su antepasado Eduardo VII fue amante de una de mis bisabuelas? ¿No le excita eso?". Desconocemos la respuesta del príncipe, que dada su gentileza pudo ser la del buen gusto que habría tenido aquel monarca. Lo cierto es que entre Camila y Carlos surgió una fogosa relación más adelante; fuego que no pudo apagar la hasta entonces algo ingenua Diana. Quien acabaría por confesar esto ante las cámaras de televisión: "Lo nuestro era un matrimonio a tres bandas". Y decidió cortar por lo sano. La opinión pública quedó desolada. Sorprendida por aquellas cintas grabadas en 1989 aunque su contenido no se conoció hasta 1992; vergonzoso diálogo entre Camila y Carlos de alto voltaje sexual: "Me gustaría ser tu tampax, cariño".
Isabel II no era ajena al distanciamiento de su hijo con Diana. Y aunque es sabido que entre la reina y la princesa hubo siempre una palpable tirantez, le hizo ver a Carlos lo improcedente de su conducta con su esposa, acusando a Camila de "malvada y astuta amante". Hizo oídos sordos el príncipe (y haciendo un chiste fácil, a pesar de sus grandes orejas), prosiguiendo con su "rollo" con Camila. La gente se hacía esta consideración: "¿Pero cómo puede dejar a Diana por otra que es más fea que Picio?". Pues dejó a Diana, sí, señores: para siempre. Y se salió con la suya. El divorcio de Ladi Di se produjo en 1996. Ya antes ella se frotó los ojos, y se dijo que ya engañada, emprendería una vida en libertad preservando, eso sí, el cariño, educación y atenciones para sus dos hijos. Y tras unas cuantas historias sentimentales, incluidos sonados revolcones, encontró la muerte con su último amante, Doddi, el último día de agosto de 1997. Una trágica noticia que acaparó el interés del mundo entero.
Carlos de Inglaterra, desoyendo los consejos de su madre y allegados contrajo matrimonio con Camila, que desde entonces usaría el título de duquesa de Cornualles. Fue el 8 de abril de 2005. El pueblo británico siguió respetando al príncipe, en general, pero público y notorio era que su crédito había mermado mucho desde la muerte de Lady Di. Camila no ha sido nunca amada por los ingleses. Por mucho que se esfuerce, resulta distante, nada que ver con la comunicativa Diana
Y dejamos a Carlos de Inglaterra en esta efeméride de su setenta cumpleaños. Los que no comulgan con su modo de ser lo tienen etiquetado como maniático, envidioso, que no se ha llevado tan bien como debía con sus hijos. Parece que las bodas de Guillermo y Enrique las soportó como pudo, sintiéndose algo relegado, como si los jóvenes le fueran quitando poco a poco sus privilegios. No es así, desde luego. Pero la prensa rosa y sensacionalista se ocupa ahora menos de él que de las parejas de sus descendientes. No digamos desde que llegó a la Corte Meghan, la bella actriz desposada con Henry. Y al ser encima abuelo, por mucho que haga carantoñas a sus nietos, no le hace muy feliz. Cuentan algunas de sus extravagancias, como aquella que el día que se trasladó a vivir con Camila a su nueva residencia de Highgrove, había quedado con unos amigos y en el trayecto decidió que lo siguiera un camión de mudanzas con algunos muebles y enseres, entre ellos una cama ortopédica que utiliza el príncipe, el asiento de su inodoro de siempre y un buen surtido de su marca habitual de rollos higiénicos.
Se han barajado los posibles nombres que podría utilizar Carlos de Inglaterra cuando le llegue la hora de reinar. Lo más probable es que tenga decidido llamarse Jorge VII.