Todos tenemos, o alguna vez al menos, la obsesión por coleccionar cosas. Lo más corriente, de niños, era ir comprando cromos de futbolistas o toreros que se pegaban en álbumes. De éstos, hubo uno en los años 60, que comercializaba una conocida marca de chocolates y bombones. Cromos del mundo artístico. Programas de mano de cine o de espectáculos de variedades. Y así, con el tiempo, a piezas más sofisticadas, caras o raras.
Los famosos no son ajenos a ese afán por reunir determinados objetos. A Tom Hanks le dio un día por ir reuniendo máquinas de escribir, hoy casi en completo desuso ante la eficacia de los ordenadores. Pero al protagonista de Forrest Gump no le importa ser tachado de anticuado. Lleva con esa manía cuarenta años. Posee máquinas fabricadas entre los años 1930 y 1990, alrededor de doscientas. Escribe con algunas de ellas. Por ejemplo, una colección de cuentos aparecidos recientemente.
El caso de Johnny Depp necesitaría la interpretación de un psiquiatra, tal vez, pues se inició en el arte de coleccionar muñecas, sobre todo las Barbie. En principio pensaba regalárselas a sus hijos, pero conforme iba aumentando el número de muñecos en general pensó que a él le gustaba tenerlos cerca. Se ha gastado una fortuna buscando piezas únicas. Se interesa por aquellos que representan el rostro y la figura de algún personaje conocido, como Elvis Presley y Beyoncé.
A Angelina Jolie le dio por amontonar dagas en su casa. Y a Leonardo di Caprio cuantas figuras de cualquier material representen a personajes de la serie "Star Wars". En 2006, tal vez porque inundaban las habitaciones de su casa decidió subastar un número de ellas, obteniendo 110.000 dólares a cambio. Nicolas Cage tiene una colección más común, no obstante valiosa: la de primeras ediciones de "comics", de la época de Batman y Superman. Como ha pasado a veces por algunos apuros económicos tuvo que deshacerse de algunos ejemplares que, dada su importancia, le proporcionaron un millón seiscientos mil dólares.
Los admiradores de los famosos suelen coleccionar piezas y objetos que les hayan pertenecido a éstos, por muy estrafalarios que resulten. Contaba Joan Collins el mal efecto que le produjo cierto día que se hallaba en el cuarto de baño de un restaurante de lujo, cuando advirtió que alguien le deslizaba por debajo de la puerta un trozo de papel y un bolígrafo. Peor fue cuando advirtió que el basurero de su calle vendía las bolsas de basura a algunos "fans" de la veterana estrella. Desde su descubrimiento no tuvo más remedio que recurrir a un triturador para que ningún fetichista pudiera un día encontrarse con alguna ropa interior suya, pongamos por caso.
Esa absurda, enloquecida costumbre de ir rebuscando en los cubos de la basura (exceptuamos a quienes sólo se interesan por restos de comida o muebles desechados) le sirvió a un tal Ward Harrison, ciudadano de Los Ángeles, para montar un negocio de objetos usados. Pero de famosos. Se recorría las colinas de Hollywood, casa por casa de los más conocidos actores, en desesperada misión de hallar cualquier desperdicio. Y no le fue mal años atrás cuando consiguió poco a poco un curioso botín. Por ejemplo, el casco de piloto de carrera que utilizaba Paul Newman, como se sabe un apasionado del automovilismo. No fue tampoco mal negocio encontrarse con un lote de cartas cruzadas entre Paul y su entonces novia, luego, su esposa, Joanne Woodward, intuimos documentos amorosos de muy curiosa lectura. Rita Hayworth usaba unos leotardos muy sugerentes, que cayeron una vez en manos de Ward Harrison, pieza apetecible para cualquier morboso "fans" de la protagonista de Gilda. Como también en uno de aquellos cubos o bolsas de basura, husmeados por Harrison , se hizo con el diafragma de Natalie Wood. O con objetos de cocina ya muy usados en el hogar de Barbra Streisand, que a lo peor ni los lavó para conservar huellas de la gran actriz-cantante.
Burt Reynolds, el guaperas de los años 70, cuidaba mucho su físico e iba a entrenar a un gimnasio para practicar boxeo. Un par de guantes suyos acabaron en las manos del ya citado depredador-coleccionista-negociante. Contentísimo cuando revolviendo papeles advirtió una fotografía de Candice Bergen en pelota picada. ¿De quién podrían ser, en ese ancho, amplio barrio de famosos de la Meca del Cine, dos muñecas hinchables, con evidentes pruebas de haber sido usadas? A Luis García Berlanga le hubiera gustado poseerlas.
Cuando Rock Hudson se estaba muriendo de Sida, sus allegados decidieron arrojar a la basura cientos de cartas de sus más fervientes seguidores. Podían en general leerse encendidos ofrecimientos amorosos firmados por desolados "gays". Algunas de esas misivas se las proporcionó el tal Harrison a algunos periodistas chismosos, a cambio por supuesto de una razonable cantidad: mil dólares.
Contaba Juan Pando, el excelente cronista cinematográfico, que en Bethesda, estado norteamericano de Maryland, existe un servicio de venta por correo mediante el cual se han ofrecido, por ejemplo, trajes que usó Judy Garland cuando probaba el vestuario que iba a lucir en su legendaria película El mago de Oz. Pero sin duda hubo más aliciente en ese catálogo: un sujetador blanco de encaje que había pertenecido a Jayne Mansfield, la pin-up de llamativo busto, por el importe de dos mil dólares. No menos atractivo era el lote siguiente: los panties que Michelle Pfeiffer usó en Los fabulosos Baker Boys. Imaginamos que en la actualidad, las nuevas tecnologías seguirán sirviendo piezas parecidas de otras estrellas mediante un más rápido sistema.
El morbo no es ajeno a los coleccionistas de rarezas, que pujan en subastas por una muestra de pelo de John Lennon y pagan a cambio una disparatada cantidad. Cuando no por unos "slips" de algún ídolo del pop. Otra firma, radicada en Phoenix, se especializó en vender copias de testamentos de famosos e informes de autopsias. Podrían ser estos últimos, en algún caso, documentos de investigación para algún periodista o escritos, mas no le veo ninguna otra utilidad. Pero tal agencia especializada en tan necrofílicas ofertas se han forrado con las copias del testamento de Cary Grant, Groucho Marx (imaginamos que el texto sobre este último sería para morirse… de risa), Fred Astaire y algunos más. Respecto a las autopsias, la más solicitada ha sido en los últimos decenios la de Marilyn Monroe. Si hemos mencionado un par de esas empresas, asimismo es público y notorio que las casas de subastas Sotheby´s y Christie´s suelen ofrecer también objetos relacionados con personajes relevantes.
La propia Metro-Goldwyn-Mayer, antaño tal vez la más importante productora (junto a la Fox, y la Universal) subastó en los últimos decenios enormes cantidades de ropa, objetos diversos utilizados en el rodaje de sus películas más sobresalientes. Por ejemplo, el taparrabos de Tarzán, usado por Johnny Weissmuller. ¿Alguien se lo pondría luego en la intimidad? Lamentable ha sido el caso de algunos actores ganadores de un Óscar, que terminaron vendiéndolo a algún mitómano, probablemente a buen precio en casos de necesidad. En el de Marlon Brando, no fue así: harto sabido es que menospreciaba la estatuilla dorada y la que ganó por su interpretación en La ley del silencio, extraordinaria, se la regaló a un amigo que, a su vez, la vendió por trece mil quinientos dólares.
Y para concluir todo este revoltijo de anécdotas, digamos que hace unos años, en Madrid, se inauguró un local, "Planet Hollywood", situada en los anexos del hotel Palace, siguiendo la operación de sus socios en otras capitales mundiales, donde en sus vitrinas se exhibían algunos objetos que habían pertenecido a celebridades de la pantalla. Esa cadena era propiedad de Bruce Willis, Sylvester Stallone y Arnold Schwarzenegger.
No conservo ahora en mi memoria casos de actores españoles que se hayan distinguido por su afán coleccionista. En el recuerdo, tengo el caso de Vicente Parra, que poseía una interesante colección de fotos, documentos y alguna prenda de Imperio Argentina. Coincidí con ambos en una grabación en "Cine de barrio" y la propia Imperio se asombró de cuanto había reunido Vicente, parte de lo cual lo desconocía. Mi sorpresa fue más grande cuando visité a un galán andaluz (cuyo nombre omitiré) que tenía colgada en una de sus habitaciones una gorra militar con las estrellas de Capitán General, que había pertenecido a Francisco Franco. Cuando me interesé por cómo había caído en sus manos, supe que el actor se la había apropiado durante un rodaje en una propiedad campera al sur de Madrid, que el nieto del Caudillo, Francis, alquilaba a algunas productoras de cine.